Mi Museo Inmaterial

Nunca he sido una persona de guardar objetos. Me he desprendido de muchas cosas a lo largo de mi vida, a menudo con más alivio que pena. Sin embargo, hay objetos que se niegan a desaparecer. Aunque ya no existan en el mundo físico, su esencia se queda anclada a nosotros, convertidos en símbolos de lo que fuimos, en las llaves que abren las puertas de un recuerdo exacto. Son las piezas de nuestro museo inmaterial.
Este artículo es un recorrido por las salas de ese museo personal. Una visita guiada por seis objetos humildes —una lata, una bici, un libro…— que, en su momento, fueron tesoros. Cada uno de ellos custodia la historia de una primera vez, de un vínculo forjado en secreto, de una pasión descubierta o de un legado recibido en silencio.
Mi Bici
Hay objetos que heredan los sueños de otros. A mis cuatro años, los Reyes Magos me dejaron una bicicleta que, supongo, mi padre había elegido recordando alguna de su propia infancia. Era roja, con barra horizontal, y me quedaba varias tallas grande. Aunque era nueva, desentonaba con las modernas máquinas de mis amigos. No fue nada especial para mí.
Pero la vida a veces da una segunda oportunidad. Cuatro años después, una mañana de Reyes, la vi junto al árbol de Navidad. Era verde, brillante y moderna. Me enamoré al instante. Todo encajó: el sillín era suave, los frenos perfectos y era de mi talla. Tenía detalles que la hacían única: una cestita muy útil para llevar cosas y, sobre todo, dos espejos retrovisores que le daban un aire de distinción. Supe que había encontrado a mi compañera de aventuras.
La adopté como mi «potro salvaje particular». Cuando la montaba por las pinadas, me sentía como un aventurero, el protagonista de una película de vaqueros a lomos de su fiel corcel. Para mí, aquella bici tenía vida propia. A veces le hablaba; era mi confidente.
Y fue el vehículo de mi primer amor. Lucía pasaba temporadas en el chalet de sus abuelos y, cuando la pandilla salíamos con las bicis, ella siempre montaba conmigo. Me encantaba sentirla detrás, agarrándose con fuerza a mi cintura. A veces, mientras pedaleaba, me hacía cosquillas y estallábamos en una risa que no era graciosa; era pura complicidad, la melodía de nuestro pacto secreto.
Esa relación tan profunda merecía un cuidado especial. Fue mi padre, de quien sé que heredé mis manos de artesano, quien me enseñó a mantenerla. Recuerdo el primer parche que puse; no quedó perfecto, pero funcionó. Con el tiempo y sus consejos, me convertí en el mecánico oficial de la pandilla, un título que llevaba con orgullo.
Años después, a mis catorce, mi padre vendió el chalet. La bici verde se quedó allí. Ya había cumplido su cometido y mi cabeza estaba en otro lugar, pensando en la moto que tenían mis amigos. Aquella compañera inseparable dejó de ser importante. Lamentablemente, el tiempo pasa y lo que, en un momento dado es vital para nosotros, en la siguiente etapa de la vida, a menudo, deja de serlo.
La Caja de Cosas
Aquella bicicleta verde me enseñó lo que era la libertad y me ayudó a trazar mi primer mapa del mundo exterior. Pero un niño no solo define su territorio en los caminos de fuera; también lo hace en los de dentro. La verdadera identidad se construye en ese espacio secreto donde uno decide, por primera vez, qué es importante, qué es un tesoro y qué merece ser guardado. Mi primer ejercicio como curador de mi propia vida fue una simple caja.
Todos los niños son, por naturaleza, coleccionistas y curadores. Tienen un instinto innato para encontrar lo sagrado en lo mundano y para construir pequeños museos personales. Mi primer museo no fue una vitrina elegante, sino una lata grande, de un kilo, de Cola Cao. En la tapa, con mi letra de ocho años, una etiqueta pegada anunciaba su contenido con una simplicidad solemne: «CAJA DE COSAS».
La lata era amarilla, un objeto cotidiano del desayuno que yo había ascendido al rango de caja fuerte. Con el tiempo, la etiqueta se fue desgastando y tuve que reescribirla, en un acto de mantenimiento que demostraba su importancia. La guardaba en la estantería de mi habitación y a veces, sin más motivo que el de reencontrarme conmigo mismo, la abría. Era un ritual: sacaba mis tesoros uno a uno, los depositaba con cuidado sobre la cama y los tocaba, sintiendo de nuevo su incalculable valor.
El único juez para que un objeto fuera admitido en la caja era mi corazón. Allí estaba mi trompa favorita, una de diseño estilizado y con una punta de acero que era la bomba. Me consideraba bueno en aquellos juegos de competición —a la trompa, a las canicas, a las chapas—, pero en el fondo, mi verdadero refugio estaba en las actividades en solitario: la pintura, mis inventos, leer o escribir.
La caja contenía todas las versiones del niño que fui. Allí dentro, mi libreta de ideas empezó guardando pensamientos sobre mis padres o amigos y dibujos de algún bicho especialmente raro que había visto en el jardín. Un par de años más tarde, esa misma libreta ya contenía anotaciones científicas: el esquema detallado de cómo construir un electroimán o las instrucciones para cambiar el sentido de giro de un motor. Junto a ella, un tirachinas esperaba aventuras y un poema de amor dormía en un papel doblado.
Ese poema era para Elvi, una niña preciosa a la que yo solía acompañar a casa después de la catequesis. Como íbamos a colegios diferentes, muchos días yo salía corriendo del mío para llegar a la puerta del suyo y esperarla, solo por el placer de caminar a su lado. Le escribía poemas, algunos se los daba, y otros los guardaba en la caja, tesoros valientes y vulnerables que me daba vergüenza que leyera delante de mí.
Aquella caja me acompañó durante varios años, y sus tesoros fueron cambiando conmigo. La trompa ganadora dio paso a un componente electrónico; un dibujo, a un esquema. No recuerdo un momento exacto en que dejara de usarla. Supongo que, simplemente, dejó de tener sentido al entrar en la adolescencia, esa etapa de tantos cambios en la que uno vacía las cajas de la niñez para hacer sitio a nuevas incertidumbres. No tuvo un final, sino un lento desvanecerse. Fue una cápsula del tiempo que se abrió y cuyo contenido, sencillamente, se dispersó para integrarse en la persona que soy ahora.
El Microscopio
Aquella caja de lata no solo guardaba tesoros, sino también pistas sobre el adulto en el que un día me convertiría. El motorcito eléctrico y la libreta con esquemas eran las primeras señales de una curiosidad que pronto necesitaría una herramienta más potente para seguir creciendo. Una que no sirviera para guardar el mundo conocido, sino para descubrir los universos secretos que se ocultan en él.
Hay regalos que son juguetes y hay regalos que son llaves. Los primeros te dan horas de diversión; los segundos te abren puertas que ya nunca más podrás cerrar. En mi caso, esa llave llegó una mañana de Reyes cuando yo tenía nueve años, y no venía en una simple caja de cartón. Venía en un estuche de madera maciza, que al abrirse olía a ciencia y a misterio, y que contenía todo tipo de accesorios para preparar muestras.
Dentro, protegido por un fieltro oscuro, estaba el microscopio. Era metálico, plateado y negro, pesado y frío al tacto. No había duda: no era un juguete, era un instrumento de verdad. Y al sostenerlo, al sentir su solidez, no pude evitar sentirme importante, como si, de repente, se me hubiera concedido el permiso para acceder a los secretos del mundo.
Preparé con nerviosismo mi primera observación. Coloqué el ojo en el ocular, ajusté la rueda de enfoque y giré el pequeño espejo para capturar la luz. Y entonces, vi un monstruo. Una serie de filamentos curvos y oscuros, enormes, que se movían en un campo de luz blanca. El corazón me dio un vuelco. Me retiré de golpe, asustado por lo que acababa de presenciar. Tardé unos segundos en comprender que aquellas criaturas amenazantes no eran otra cosa que mis propias pestañas, ampliadas hasta un tamaño terrorífico.
Pasado el susto inicial, que hoy recuerdo con una sonrisa, llegó la verdadera fascinación.
Recuerdo perfectamente el día que decidí analizar una muestra de polvo. Lo que vi me dejó sin aliento. Allí, en un terreno que creía inerte, se movían unos diminutos animales, como si estuviéramos rodeados de pequeños alienígenas. Me quedé pegado al ocular, haciéndome preguntas que nadie podía responder. ¿Quizá hablaban entre ellos? ¿Hablaban sobre nosotros? Comprendí entonces que la ciencia no era una asignatura del colegio, sino una forma de mirar. Una que te permitía ver más allá de lo evidente, descubriendo la vida secreta en las cosas más cotidianas.
No sé qué fue de aquel microscopio. Pero su lección se quedó conmigo para siempre. Me permitió descubrir un mundo secreto. Hoy, los mundos secretos los creo con mis circuitos y programas. En cierto modo, mi trabajo no es tan distinto: sigo intentando ajustar el enfoque para ver —o construir— aquello que se esconde a simple vista.
La Caja de Pinturas
Aquel microscopio me enseñó a mirar el mundo para entenderlo, para buscar la lógica y la estructura secreta que se esconde en lo diminuto. Pero hay otra forma de mirar que no busca comprender, sino sentir. Es una mirada que no se enfoca en el detalle objetivo de la realidad, sino en la emoción que esa realidad nos provoca. Para esa otra exploración, para ese otro lenguaje, también tuve una herramienta. No era una lente para ver lo pequeño, sino un refugio para expresar lo inmenso.
Hay niños que necesitan el ruido para sentirse acompañados y hay niños que encuentran en el silencio su mejor compañero de juegos. Yo era de los segundos. Tímido e introvertido, descubrí desde muy pronto que las actividades en solitario no solo me gustaban, sino que me eran profundamente necesarias. Y entre todas ellas, una se convirtió en mi verdadero refugio: la pintura.
No era una afición que naciese de la nada. Seguía, casi sin saberlo, una estela familiar. Mi padre y mi abuelo me animaron desde el primer momento, y me regalaron el que sería uno de mis tesoros más preciados: una caja de madera con pinturas de óleo. Al abrirla, me invadía el olor penetrante del aguarrás y los pigmentos. No era un aroma que me gustara especialmente, pero adoraba el contexto que creaba: la promesa de una tarde de concentración. Recuerdo también los trapos para limpiar los pinceles, que con el tiempo se convertían en mapas de un arte abstracto y no intencionado.
Ese apoyo familiar era práctico y lleno de paciencia. Recuerdo preguntarle a mi padre: «Papá, no tengo pintura transparente, ¿cómo puedo pintar un vaso de agua?». Mi caja no tenía un tubo de color «transparente», pero él me explicó con calma cómo la luz y el color podían crear ese efecto. Me fascinó descubrir que la pintura no era solo aplicar colores, sino también jugar con efectos para representar la realidad.
Pasábamos los veranos en un chalet rodeado de monte, y ese se convirtió en mi estudio al aire libre. Salir con mi caballete bajo el brazo, buscar un rincón tranquilo y empezar a mezclar colores era un ritual sagrado. Esas horas de soledad creativa, apartado del mundo, me llenaban de una satisfacción serena y profunda.
Y de entre todas aquellas tardes, un cuadro pervive en mi memoria con especial nitidez. Era una casa de piedras medio derruida, donde un pastor habría guardado a sus ovejas tiempo atrás. Se cobijaba a la sombra de un almendro y una higuera enormes, y un viejo pozo junto a ella le daba un toque especial. Fue en ese lienzo donde apliqué por primera vez una técnica de paralaje que papá me había enseñado. El resultado fue sorprendente, casi mágico. El cuadro cobró una profundidad que yo no sabía que mis pinceles podían crear.
La caja de pinturas, como objeto, ya no existe. Pero en una pared de casa aún cuelga aquel cuadro de la caseta de piedra. No veo en él una gran técnica, pero reconozco perfectamente al niño que lo pintó y la lección que aprendió: que con las herramientas adecuadas y un buen maestro, se pueden crear efectos fascinantes, incluso pintar lo transparente.
Las Cinco Alianzas
Aquel refugio de madera y óleo me enseñó a estar a gusto en mi propia compañía. Pero la vida avanza y el corazón empieza a buscar otros puertos. Llega un momento, en plena adolescencia, en que la identidad ya no solo se construye en soledad, sino que necesita medirse y compartirse con los demás. Es la edad de los pactos sagrados, de la tribu, del «nosotros» por encima del «yo». Y es la edad en la que el impulso creador ya no se vuelca sobre un lienzo, sino en forjar un símbolo tangible para esa amistad que, en ese momento, lo es todo.
A los dieciséis años, la amistad no es un sentimiento; es un pacto sagrado. Los amigos no son solo compañeros, son una tribu, una familia elegida con la que compartes un código secreto y la certeza indestructible de que vuestro vínculo durará para siempre. A esa edad, los sentimientos son tan intensos que a menudo buscan un ancla en el mundo físico, un objeto que pueda testificar la fuerza de lo que es intangible.
La materia prima para nuestro símbolo llegó a través de Tere. Por alguna razón, llegaron a sus manos unas cuantas monedas antiguas de plata. Y yo, como hijo y nieto de joyeros, había pasado suficientes horas en el taller de mi padre como para atreverme a soñar. Con su permiso, encendí el soplete. Recuerdo el brillo casi blanco de la plata al volverse líquida, borrando las caras y las fechas de las viejas monedas para convertirse en un material nuevo, puro, listo para recibir un nuevo significado. Con más intuición que técnica, fundí aquella plata y forjé cinco alianzas sencillas, imperfectas, pero cargadas de intención.
El momento de la entrega tenía que ser especial. Nos reunimos en la Acera Alta, un lugar de encuentro habitual para nosotros. De mi bolsillo saqué una pequeña bolsita de terciopelo verde, de las que mi padre usaba para guardar algunas joyas, y les entregué a cada uno su anillo. La sorpresa fue mayúscula. «¡Están perfectas!», dijeron. Cuando todos nos las pusimos, alguien sentenció con una sonrisa: «Ha valido la pena fundir esas monedas». En un gesto espontáneo y solemne, juntamos nuestras cinco manos con las palmas hacia abajo, mostrando orgullosos aquel símbolo de nuestra amistad.
Tere y yo ya éramos novios por aquel entonces. Aunque todavía no teníamos ni idea de que pasaríamos el resto de nuestra vida juntos, en el momento de la creación me aseguré en secreto de que la alianza más perfecta de las cinco fuera la de ella. Al recibirla, le encantó. Y yo sentí que ella la vivió no solo como un pacto de amistad con el grupo, sino como una promesa silenciosa de amor entre los dos.
El tiempo, por supuesto, hace su trabajo. La vida adulta nos llevó por caminos distintos y el contacto con algunos de aquellos amigos, lamentablemente, se perdió. No sé si las otras tres alianzas todavía existen. Yo, fiel a mi costumbre de no guardar objetos, tampoco conservo la mía. Pero uno de aquellos círculos de plata estaba destinado a perdurar. Tere sí conserva la suya.
A veces pienso en lo curioso del destino. Cómo un pacto de amistad juvenil, forjado en plata heredada una tarde de verano, contenía ya la semilla de un amor para toda la vida.
El Libro de mi Padre
Aquellas alianzas de plata sellaron los pactos que forjamos nosotros mismos: la amistad y el amor, esos vínculos que elegimos y que nos ayudan a definir quiénes queremos ser. Pero antes de poder elegir nuestros propios caminos, hay una herencia que recibimos, una primera brújula que nos orienta. En todo museo personal hay una sala central, una pieza fundacional que, en silencio, explica de dónde viene todo lo demás: la curiosidad, las pasiones, la forma de mirar el mundo. Es la sala dedicada al primer mentor. En mi caso, esa sala huele a papel antiguo y a conversaciones sobre el universo.
Nuestro vínculo, el de mi padre y el mío, no se forjó en los abrazos, sino en un territorio compartido que solo nos pertenecía a nosotros: la curiosidad. Y ese territorio tenía su epicentro en su despacho de casa, un pequeño santuario donde, en su tiempo libre, se dedicaba a sus pasiones. Había una estantería, una mesa, dos sillas y, sobre todo, una mesa de trabajo donde montaba circuitos electrónicos. Me fascinaba aquella mesa, era el altar de un artesano.
Muchas tardes, al volver del colegio, me unía a él en ese refugio. Y allí, el protagonista era siempre el mismo: una enciclopedia de dos volúmenes titulada «La ciencia y la técnica». Aún la conservo. Son dos tomos grandes, de tapa dura y tela, que mi padre compró de segunda mano en una de esas librerías de lance por las que le encantaba husmear. Hoy, sus páginas están desgastadas y amarillentas, y huelen a papel antiguo. Pero su verdadero valor está en los márgenes, llenos de anotaciones y gráficos que mi padre dibujaba para mí, traduciendo las leyes del universo a un lenguaje que yo pudiera entender.
El ritual era sencillo. Él leía en voz alta y, juntos, comentábamos el texto. Nos maravillábamos con la historia de los descubrimientos, con las leyes de la física y sus aplicaciones. Recuerdo su fascinación, en aquella época, por el Proyecto Apolo. Para él, que el hombre hubiera llegado a la Luna era la mayor hazaña de la humanidad, la culminación de siglos de estudio.
Mi padre no tenía estudios, pero era un hombre brillante, con una mente inquieta y científica. Su voz, al leer, era clara, profunda y llena de un entusiasmo contagioso, la combinación perfecta para que un niño no perdiera detalle. Y mientras le escuchaba, yo sentía que se estaba forjando un pacto silencioso. Yo sentía que, cuando fuera mayor, tendría la oportunidad que él no tuvo. Que yo sí podría dedicar mi vida a la ciencia.
Los años pasaron, y llegó el día en que empecé mis estudios en la facultad de Físicas. Recuerdo la mirada de mi padre. Estaba inmensamente orgulloso. Era como si, de alguna manera, yo estuviera haciendo realidad un sueño que también era suyo.
Ese día, el pacto que habíamos sellado en su despacho, con aquella vieja enciclopedia como testigo, se había cumplido. La conversación que empezamos cuando era niño, hablando de la Luna, todavía no ha terminado.