Un extraño en el espejo

Cierro los ojos y a veces busco un lugar al que volver. No una casa o una ciudad, sino un instante. Un refugio. El mío huele a tierra húmeda y suena al chapoteo del agua corriendo por un canal de riego. Allí, entre los campos que rodeaban mi casa, junto al viejo manzano, es donde me sentaría a esperar si quisiera encontrarme con el chico que fui.

Y allí está.

Lo veo acercarse, con ese caminar desgarbado de la adolescencia, el pelo alborotado y una luz en la mirada que casi duele de tan intensa. No es consciente, pero está viviendo un sueño. Un paréntesis dorado en su naturaleza introvertida.

—¡Vaya! Hola, Vicen.
—¡Madre mía, Vicen! Cuánto tiempo. Te veo muy joven.
—Claro. Tengo quince años. Tú estás hecho un viejo.
—Mayor —corrijo—. Más de sesenta.

Se sienta a mi lado, arrancando una brizna de hierba. Está nervioso, pero también lleno de una confianza arrolladora que la vida todavía no ha puesto a prueba. Sé perfectamente en qué piensa. Sé a quién ama. Qué anhelos le bailan en la cabeza. Su mundo gira en torno a dos soles: Amparo y la ciencia.

Me mira, con los ojos entornados por el sol, y suelta la pregunta que le quema en los labios, la que da por sentada.

—Me casaré con Amparo, ¿verdad?

El sonido del canal parece detenerse. El aire se queda quieto.

Lo miro, a ese chaval que es un ovillo de amor primerizo, de ternura y de planes de futuro escritos en el aire, y siento un nudo en la garganta. Sé que en apenas unos meses su corazón se romperá. Sé que ese nombre, que ahora es su universo, se convertirá en un recuerdo agridulce. Pero sus ojos brillan tanto que no me atrevo a ser yo quien apague esa luz. Callo. Simplemente le sostengo la mirada y sonrío con todo el cariño que siento por él.

Cambia de tema, orgulloso. Me habla de su laboratorio, de los circuitos que monta con un amigo para las fiestas de «La Acera Alta», ese grupo que lo ha acogido y le ha hecho sentir, por primera vez, que encaja. Me cuenta su plan maestro: estudiará Físicas, se dedicará a la investigación y desentrañará los secretos del universo.

Yo asiento a todo, fascinado. Reconozco esa pasión, ese fuego. Él no sabe lo que es un ordenador, ni internet, ni la programación. No sabe que la vida, en su infinita ironía, le cumplirá el sueño de dedicarse a la ciencia, pero por caminos que él ni siquiera puede imaginar ahora mismo. No le cuento que encontrará su verdadera vocación en algo llamado «código». Simplemente le digo:

—Nunca dejes de ser curioso. La vida no sabe de objetivos, pero sí de pasiones. Y esa no la vas a perder.

La tarde empieza a caer. Sé que el tiempo se agota. Nos levantamos y, en un impulso, lo rodeo con mis brazos. Es un abrazo extraño, asimétrico. Para mí, es un acto de amor profundo, de reconciliación y aceptación. Estoy abrazando mi timidez, mis sueños rotos, mis logros inesperados y la suma de todos mis días. Pero para él, lo siento en su rigidez, es como abrazar a un extraño. Un futuro que no reconoce, donde no están ni la chica que ama ni la vida que ha planeado.

Me suelta y da un par de pasos hacia atrás, confundido. Me mira una última vez y echa a correr de vuelta a su presente, a su sueño.

Y yo me quedo solo, de nuevo, junto al canal. El agua sigue corriendo, indiferente. Y pienso que aquel paréntesis no fue un espejismo. Fue tan real como lo es mi vida ahora. Fue la pieza necesaria que me construyó. Y aunque aquel chico no lo sepa, en lo profundo, en esa esencia que no cambia, seguimos siendo el mismo. El que soñaba con las estrellas y el que ahora siente el universo en el murmullo del agua.

Aunque quizá, podría haberle dicho que no se flipara tanto con su laboratorio, la magia del futuro iba a estar en un tal «copiar y pegar». Pero no me habría entendido.

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