El eco de una conversación de instituto

Hay memorias que no huelen ni saben a nada, sino que suenan. Resuenan en un rincón de la cabeza con la cadencia de un dialecto extinguido, una lengua secreta que solo unos pocos compartimos y que, de repente, un día cualquiera, vuelve con la fuerza de un chispazo. Y te ríes solo, por la calle, porque acabas de recordar la contraseña que te permitía pertenecer al club más exclusivo del mundo: el de tener quince años en los setenta.

El otro día, casi como en un sueño, me asaltó el eco de una conversación de instituto. Una de esas que tenías susurrando en el pupitre de atrás, mientras la vida de verdad, la importante, sucedía muy lejos de la pizarra. Era algo así:

—Jo, macho. ¿Has visto qué buena está la tía esa del fondo?

—¿Quién, la Juani?

—Sí, tronco. Menudo polvo tiene.

—Pa cagarse, tío.

Ahí estaba todo nuestro universo. Un cosmos que se regía por un sistema binario muy simple: las cosas que «molaban» y las que eran un «rollo». Y en esa primera categoría, por supuesto, estaban las chicas. Lo expresábamos con un lenguaje torpe y hormonal, casi animal, pero era el único que teníamos. La admiración y el deseo se abrían paso a codazos entre la timidez.

La vida seguía en aquel susurro, y el foco cambiaba de la admiración al desdén, la otra cara de nuestra moneda.

—Ahora historia. Alucino con la Benito. ¿Viste ayer la mancha que llevaba en el culo?

—Todos la vimos. Creo que se sentó sobre el bocata. Es una cutre, la tía.

«Cutre». Qué palabra tan precisa. Con ella definíamos todo lo que no queríamos ser. La Benito y su mancha eran «cutres», la historia era un «rollo», y nosotros, claro, éramos «la pasada». Éramos el centro de un universo que apenas entendíamos, pero que clasificábamos sin piedad para sentir que lo controlábamos.

Y en medio de todo, uniendo cada frase, estaba el pegamento, la banda sonora de la amistad.

—Jo, macho. Estoy hasta los huevos de la historia. Creo que me la voy a pelar ¿Te vienes?

—Claro, cogemos las burras y nos hacemos unas birras.

—Vale, pero a la clase de mates volvemos, que me mola.

—Hombre, claro. El matracas es una pasada.

«Macho», «tío», «tronco». No eran palabras, eran anclas. Eran la forma de decir «te entiendo», «estoy contigo», «somos iguales». Leído ahora, puede parecer repetitivo, pero en aquel ‘Jo, macho’ que abría cada lamento cabía todo: la queja, la complicidad y la invitación a la acción. Porque ese era siempre el siguiente paso: la rebelión. La pequeña, la nuestra. «Pelarse» una clase. Coger las «burras» y sentirse dueño del mundo por una hora, lo que duraba una cerveza compartida.

Y, cómo no, el eterno desconcierto, el misterio que ni la clase de mates del «matracas» podía resolver.

—Últimamente las tías están en las nubes. Que si siempre habláis de lo mismo. Que si nos aburrimos. Bah, que les den.

—No digas chorradas. Las tías son así.

—Jo, macho. Que se la pique un pollo.

—Me pido pollo.

Esa era nuestra coraza. El «que les den» o el «que se la pique un pollo» eran escudos verbales contra lo que no comprendíamos. La conversación se cerraba con ese código absurdo y maravilloso, «me pido pollo», que zanjaba cualquier discusión. Era el punto final. El telón.

Hoy ya no usamos esas palabras. Nuestro idioma es otro, más correcto, más pobre quizás. Pero a veces, en silencio, uno vuelve a escuchar aquel diálogo y sonríe. Porque ese dialecto secreto no era solo una forma de hablar. Era una forma de ser. Y en el eco de un «jo, macho» de hace cuarenta años, sobrevive intacto el chico que fuimos.

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