El contrato del cosmos

Hay días en que el mundo pesa más de la cuenta. Abres el periódico por la mañana, o simplemente dejas que el murmullo de las noticias se cuele en casa, y es como si una fina capa de ceniza lo cubriera todo. Guerras lejanas que se sienten cercanas. Luchas de poder que no entiendes y te avergüenzan, pero cuyas consecuencias pagamos todos. Un runrún constante de conflicto. El cansancio que deja no es físico, es un agotamiento del alma.
Y es en uno de esos días cuando me gusta imaginar que ocurre. Sin estruendos ni naves aparatosas. Simplemente, aparece. Un ser llegado de las estrellas, con todo el poder del universo en sus manos, y nos pone un documento sobre la mesa. Un contrato. Las cláusulas son sencillas: todos seremos iguales, con los mismos derechos y la misma dignidad. Tendremos una vida segura, un trabajo que nos llene y aporte valor al planeta, tiempo para nuestros seres queridos. Paz. A cambio, solo pide una firma. La de la humanidad.
Mi mano, sin dudarlo, cogería el bolígrafo. Firmaría. Y justo en el instante después de trazar mi nombre, sé que dos olas chocarían en mi interior.
La primera sería amarga, un sabor a fracaso. Qué triste, ¿no? Que tenga que venir alguien de fuera a solucionarnos la vida. Reconocer que, después de milenios de civilización, de arte, de filosofía y de ciencia, no hemos sido capaces de conseguir lo más básico: tratarnos bien unos a otros. Asumir que hemos fallado en la asignatura más importante. Sería una herida en el orgullo de nuestra especie, una cura de humildad a escala cósmica.
Pero la segunda ola, tan inmensa, lo arrastraría todo. Sería una oleada de pura esperanza. Un «por fin». Un suspiro hondo, de esos que vacían los pulmones de un aire que no sabías que llevabas tanto tiempo conteniendo. El fin de la lucha contra nosotros mismos y contra el mundo. La paz.
Habrá quien diga que perderíamos algo en el trato. Que la adversidad nos hace más fuertes, que de la desesperación han nacido obras de arte maravillosas. Y puede que sea verdad, pero me planto. Es un precio demasiado alto. ¿Necesitamos miles de muertos en una guerra para inspirar una obra maestra? No quiero esa obra. ¿Necesitamos que una familia pierda su hogar por una especulación sin escrúpulos para forjar el carácter? Prefiero un carácter menos forjado y más sonrisas tranquilas a mi alrededor.
Quizás hemos romantizado demasiado el sufrimiento, confundiéndolo con la esencia de lo humano. Yo creo que nos hemos equivocado. La verdadera grandeza, las obras más colosales, no han nacido de un individuo roto, sino de miles de personas trabajando juntas por un objetivo común. Hemos demostrado que la colaboración es nuestra mayor fortaleza.
Y este contrato, al final, va de eso. No es una rendición. Es una liberación. Nos libera de nuestros peores impulsos para que, por fin, podamos dedicarnos a los mejores. Nos quita el peso del conflicto para que podamos usar esa energía en construir, en amar, en cuidar.
No perderíamos nuestra humanidad, quizá la encontraríamos de verdad por primera vez.
Así que sí, firmo. Con el regusto amargo del fracaso, pero con el corazón encendido al ver a una paloma alzando el vuelo. Y mientras su silueta se disuelve en el horizonte, sé que no es un final: es la primera página de la historia que aún nos queda por escribir.
