Mis dos inquilinos: Dopamina y Acetilcolina

Siempre he imaginado que en mi cabeza conviven dos inquilinos con gustos radicalmente opuestos. No es que se lleven mal, simplemente entienden el bienestar de formas distintas. El habitante original, el que amuebló el espacio a su gusto desde el principio, es un artesano de la calma. Un ser de gustos sencillos que encuentra la felicidad en la profundidad, no en la anchura. Lo llamo Acetilcolina. Él fue el arquitecto de mi niñez.

Gracias a él, la palabra «aburrimiento» no existía en mi diccionario. ¿Cómo iba a aburrirme? Tenía mis pinceles para salir a pintar al campo, un laboratorio lleno de inventos a medio hacer, libros que eran portales a otros mundos y un frontón donde la única compañía que necesitaba era el eco de la pelota.

Mis amigos no lo entendían del todo. Ellos necesitaban el equipo, el ruido del grupo. Yo, en cambio, encontraba mi equipo en la soledad poblada de mis cosas. Era feliz en ese mundo interior, un reino gobernado por la serena y satisfactoria mano de Acetilcolina.

Pero un día, en plena adolescencia, un segundo inquilino irrumpió en casa. No pidió permiso, simplemente derribó la puerta con la música a todo volumen y una maleta llena de fuegos artificiales. Se llamaba Dopamina. Y llegó de la mano de la mirada de una chica, de un grupo de amigos que me acogió sin preguntar. Yo, el niño del mundo interior, me vi de repente en el epicentro de un maravilloso terremoto social.

Fueron cinco años inolvidables. Un gran, larguísimo y vibrante colocón de dopamina. Mi nuevo inquilino estaba de fiesta permanente y yo, el anfitrión, me dejé llevar por la corriente. Recuerdo alguna noche, en medio de las risas y la complicidad, sentir un temblor incontrolable en todo el cuerpo.

—Jo, macho. Ya estás temblando otra vez.
—¡Bah! No hagas caso —respondía yo, quitándole hierro—. A veces me pasa. Ya se me pasará.

Era Dopamina, que había subido el volumen de la música tanto que las paredes de mi ser se resentían. Era el subidón constante, la novedad, la validación del grupo. Y fue increíble, pero agotador. Sin que yo me diera cuenta, el artesano silencioso, Acetilcolina, se había retirado a la habitación más pequeña y oscura de la casa, esperando a que pasara el vendaval.

Y el vendaval pasó. Al entrar en la universidad, la fiesta terminó de golpe. Dopamina se fue de vacaciones sin avisar y me encontré solo, en una casa desordenada y extraña, con un silencio que atronaba. Fue entonces cuando me di cuenta de que necesitaba desesperadamente encontrar al viejo artesano. Necesitaba que volviera a poner orden. Y para ello, cerré la puerta con llave.

Durante dos años, apenas salí. Fue un repliegue duro, casi monástico. Dejé de ver a los amigos que tanto me habían dado. Y, lo que más me pesa al recordarlo, no supe estar a la altura con Tere, mi novia, la que hoy es mi mujer. No entendía bien qué me pasaba, solo sabía que tenía una sed insoportable de silencio, una necesidad vital de reencontrarme en mis cosas, de recuperar el pulso de mi mundo interior. Necesitaba, a toda costa, que Acetilcolina volviera a tomar las riendas.

Hoy, muchos años después, los dos inquilinos por fin han firmado la paz. Ya no hay fiestas que lo dinamiten todo ni encierros que aíslen. Han aprendido a convivir. Dopamina sabe que puede organizar alguna reunión de vez en cuando, pero con condiciones. En una comida familiar, por ejemplo, si la conversación es profunda e interesante, ambos inquilinos escuchan con atención. Pero si el diálogo se convierte en un murmullo superficial, en ese hablar por hablar que no lleva a ninguna parte, Acetilcolina se agobia y me pide un respiro.

Entonces, me levanto discretamente, me aparto unos minutos y pienso en mis cosas. En mi próximo proyecto, en una idea para un relato, en encontrar sentido a algún suceso pasado. Le doy a mi artesano su pequeña dosis de calma. Y al volver al grupo, Dopamina ya no está en pánico y todo vuelve a estar en equilibrio.

Mis amigos y mi familia conocen a mis dos inquilinos. Saben que a veces necesito ausentarme cinco minutos para poner orden en casa. Y me esperan. Porque han entendido que mi mundo no es ni mejor ni peor: simplemente tiene dos habitaciones.

Una, ruidosa y brillante, para celebrar la vida.

Otra, silenciosa y cálida, para entenderla.

Y quizá la verdadera madurez sea aprender a invitar a ambos a la misma mesa… y brindar juntos.

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