El grito y el susurro

Siempre me ha llamado la atención el volumen de la alegría. La veo en la televisión cuando hay una de esas celebraciones multitudinarias, como cuando la selección gana un mundial. Recuerdo la imagen de la marea de gente en Cibeles, un organismo único rugiendo de euforia. Y en medio de todo, una imagen concreta que se me quedó grabada: una chica joven, con la cara bañada en lágrimas de felicidad, los brazos en alto como si quisiera abrazar el cielo, gritando junto a sus amigos. Una explosión de júbilo pura, desbordada, contagiosa. Es una felicidad que necesita ser gritada para existir.

Y sin embargo, mientras observaba esa escena, mi mente viajó a otra celebración. Una infinitamente más silenciosa, pero cuya resonancia, para mí, es eterna: el día de nuestra boda.

Allí no había trompetas ni cánticos de estadio. La felicidad no era un grito, era una luz. Y esa luz emanaba de Tere. Recuerdo su expresión, la de una reina de un baile que había esperado toda una vida. Había en su sonrisa una calma radiante, una plenitud que no necesitaba altavoces. Era una felicidad absoluta, pero susurrada.

Para entender esa sonrisa, hay que entender el camino. El nuestro fue un laberinto de diez años. Una historia de idas y venidas, de mi propia ceguera y de su espera paciente. Yo, atrapado en una estúpida idea, e incapaz de ver que llevaba una década esperándome debajo de una mesa, en el portal de casa o al otro lado del teléfono. Su felicidad, aquel día, no celebraba solo una boda; celebraba el final de un viaje agotador. Celebraba la llegada a casa.

Al comparar ambas imágenes, la de la chica anónima en Cibeles y la de Tere mirándome en nuestra boda, entiendo la diferencia. La primera es la alegría de la catarsis colectiva, una liberación de energía compartida y anónima. Es real, por supuesto, pero es la alegría de un momento que pertenece a todos y a nadie.

La segunda, la de Tere, era una alegría ganada a pulso. Una que se había gestado a fuego lento entre dudas, ausencias y reencuentros. No necesitaba gritar porque sus raíces eran profundas. No buscaba la validación de una multitud, porque su testigo y su destino era yo. Era una celebración íntima, un pacto sellado en silencio después de demasiado ruido.

Quizá la verdadera medida de la felicidad no está en los decibelios que produce. Hay alegrías que son un trueno y otras que son el pulso sereno del corazón. Unas son para ser vistas por todo el mundo, y otras solo necesitan ser sentidas por dos personas. Y yo, que pasé tanto tiempo perdido, tuve la inmensa suerte de ser el destinatario de la segunda. La que no hace ruido, pero lo llena todo para siempre.

A veces, cuando el tiempo pasa y la rutina nos envuelve, cojo las fotos de nuestra boda. Y en todas, sin excepción, la veo. Veo esa expresión de Tere, ese gesto sutil que grita un silencioso «¡por fin!». En cada imagen, veo a la chica más feliz del mundo, y una sonrisa se me dibuja sola. Porque gracias a esa felicidad suya que me rescató del laberinto, el hombre más feliz del mundo, hoy, soy yo.

Felicidades, Tere. En nuestro 37 aniversario, 13.515 días juntos.

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