La casa de las plantas

Después de casi treinta y cinco años durmiendo en un cajón, hoy comparto esta preciosa historia que, como ninguna otra, marcó aquellos felices años de mi niñez.

Es un fragmento de vida, una sucesión de instantes que marcaron mi niñez con una intensidad que aún hoy me conmueve.

Lucía no fue solo una niña que conocí en verano. Fue mi compañera de descubrimientos, mi cómplice en juegos, mi primer amor, y el espejo donde aprendí a mirar el alma de otro ser humano. Lo que compartimos no fue grande por lo que hicimos, sino por lo que sentimos. Y lo que sentimos fue inmenso.

Gracias, Lucía, por estos maravillosos recuerdos que me han acompañado toda la vida. Un beso, allá donde estés.

 

 

Bendito Verano

Tenía ocho años, era un niño feliz. Todos los años veraneábamos en un chalet con un bonito jardín. El inicio de las vacaciones era muy emocionante: un larguísimo verano por delante, sin libros, sin deberes, sin camisetas. Durante todo este tiempo, nuestra única ropa era un simple bañador. La sensación del pecho desnudo era sinónimo de libertad. Amigos, juegos, ausencia absoluta de obligaciones. Bendito verano: el mismísimo paraíso.

En aquel verano de 1970 iba a germinar una de las más bellas historias de mi vida: una preciosa historia de amor. Sí, éramos niños, inexpertos, inocentes, ignorantes… pero no por ello incapaces de experimentar los más bellos sentimientos. Aquella historia se prolongó durante varios años y, hoy, al recordarla, me emociono como si todavía la estuviera viviendo.

 

Lucía

La pandilla la formábamos mis hermanos, mis primos, algunos amigos de chalets cercanos y yo. Éramos niños y niñas felices y despreocupados, siempre activos, siempre enfrascados en juegos y aventuras. Yo era el mayor de todos y, quizá por eso, el menos integrado en el grupo.

En un chalet próximo al nuestro veraneaban los abuelos de Lucía. Mientras que los integrantes de la pandilla pasábamos juntos cada día del verano, Lucía iba y venía. Solo la veíamos cuando sus padres visitaban a sus abuelos: a veces unas horas, otras veces un día entero, y en ocasiones se quedaba varios días.

Lucía era una niña de siete años, alegre, inteligente y muy habladora. Rubita, con una melena que le caía sobre los hombros, delgadita y casi tan alta como yo. Siempre sonriente. Sus ojos, ligeramente entornados, se abrían de pronto como platos, dejando al descubierto unos ojazos verdes, vivos, inteligentes y enormemente expresivos.

La conocimos el verano anterior, y desde el principio me pareció una niña preciosa, simpática y muy agradable. Sin ninguna duda, era mi preferida, aunque, por supuesto, esos sentimientos los mantenía en secreto.

Durante nuestros juegos, procuraba ponerme a su lado. Me gustaba sentirla cerca. En la piscina, un empujón amistoso, un roce casual, un “que te hundo” encubierto… siempre buscando esa complicidad especial.

Cuando nos sentábamos en el suelo formando un círculo para hablar, contar chistes o historias, intentaba disimuladamente colocarme a su lado. Si alguna vez su rodilla rozaba la mía, me parecía emocionante. Sin duda, tenía un secreto maravilloso.

Lucía era muy lista, y no tardó en darse cuenta de mi preferencia hacia ella. Poco a poco empecé a notar que era especialmente simpática conmigo. Incluso, en alguna ocasión, era ella quien buscaba estar a mi lado. No hablamos explícitamente de ello, pero nuestras fugaces miradas lo decían todo. En muy poco tiempo, mi secreto se había convertido en nuestro secreto.

 

El escondite

Como he dicho antes, ella no estaba siempre con nosotros. En sus largas ausencias no la echaba de menos. Era un niño feliz: tenía a mi familia, mis amigos, mis juegos. Pero cuando ella estaba, todo era distinto. Me alegraba muchísimo al verla llegar.

Uno de nuestros juegos —mi favorito cuando estaba ella, sin duda— era el escondite. Siempre disimulando, procurando no llamar la atención, algunas veces me escondía con ella. Adoraba sentirla cerca. A veces era ella quien buscaba esconderse conmigo. El escondite era especial: la única situación en la que podíamos estar solos, aunque solo fuera por unos minutos.

Una de esas veces, arrodillado detrás de unas plataneras, ella se colocó a mi lado y nuestros brazos se tocaron. Ninguno de los dos hizo intención de separarlos. Era la primera vez que nuestros cuerpos se tocaban deliberadamente. Un maravilloso escalofrío recorrió mi espalda. Estábamos juntos, en silencio, casi sin atrevernos a mirarnos. Permanecimos así durante varios minutos. Creo que ese escalofrío fue compartido; realmente creo que ella sintió lo mismo que yo.

Siempre he buscado el significado de las cosas —entonces ya lo hacía— y creo que me emocionaba más el sentido profundo de aquella situación que el propio roce de nuestros cuerpos. Aquella “caricia intencionada” gritaba un deseo compartido: “me gusta estar a tu lado, y sé que a ti te gusta estar al mío”. En ese instante, y desde entonces, en mis pensamientos, Lucía pasó a ser mi Lucía.

A partir de aquel momento, siempre que jugábamos al escondite, y cuando lográbamos escondernos juntos sin levantar sospechas, uníamos nuestros brazos. Simplemente, su brazo con el mío, como por casualidad, pero siempre.

No quiero dar la impresión de que pasaba la mayor parte del tiempo con Lucía. Todo lo contrario. Ella venía pocas veces, y cuando estaba con nosotros jugábamos todos juntos —muchas veces las chicas con las chicas y los chicos con los chicos—. Sin embargo, aquellos fugaces encuentros durante los juegos, en la piscina, o esos maravillosos minutos escondidos juntos, tenían más valor que todo el resto del tiempo. Las sensaciones en esos breves instantes eran más intensas. Yo lo notaba, ella lo notaba. No sabíamos muy bien qué estaba pasando, pero no nos importaba. Ambos habíamos reconocido nuestro deseo de estar juntos. Era genial. Era nuestro secreto.

Esta situación se prolongó durante dos veranos. En invierno no nos veíamos, pero al comenzar un nuevo verano, nuestra relación seguía como si el tiempo no hubiera pasado.

 

La casa de las plantas

Nunca me sentí un niño especialmente infantil, sin embargo, Lucía era mucho más lista que yo. Siempre era ella quien tomaba las iniciativas que hacían avanzar nuestra relación. Yo, por el contrario, me dejaba llevar por las circunstancias.

Fue ella quien marcó el rumbo de nuestra maravillosa historia. Esa historia que hoy ocupa un lugar privilegiado entre mis recuerdos.

Habían pasado dos veranos desde que nuestros brazos se juntaran por primera vez. Durante todo ese tiempo habíamos seguido el mismo ritual: juntábamos nuestros brazos y nos sentíamos muy cerca el uno del otro.

Estábamos en pleno verano de 1972. Teníamos nueve y diez años. Ese verano, Lucía había venido muy pocas veces, pero ahora estaba pasando una semana entera en el chalet de sus abuelos. Era la primera vez que podíamos vernos tantos días seguidos, y por supuesto, seguíamos manteniendo nuestra relación en secreto.

Una noche, después de cenar, jugando al escondite, nos escondimos en la casa de las plantas.

La casa de las plantas era una estructura con techo de paja que mis padres tenían al fondo del jardín. Estaba llena de toda clase de plantas: grandes, pequeñas, colgadas del techo, plantadas en el suelo, y algunas metidas en grandes troncos que hacían de macetero. En el suelo crecían tréboles, y a Lucía le encantaba buscar tréboles de cuatro hojas.

Adoraba los tréboles; decía que eran su planta preferida. Muchas veces hablábamos sobre ellos. Alguna vez, los amigos comentaban: “¡Qué pesaos con los tréboles!”.

La casa de las plantas, además de estar alejada de la casa, tenía muy poca luz por la noche. Era un escondite perfecto: al estar en la parte menos iluminada del jardín, era fácil ver si alguien se acercaba.

Cuando veíamos venir a alguien, uno de los dos salía corriendo para que el que venía lo persiguiera, mientras el otro se quedaba escondido para salir más tarde. Hoy me parece sorprendente, pero nunca nos pillaron. Nuestra relación siempre fue nuestro secreto.

Ya nos habíamos escondido allí otras veces, pero esta vez iba a ser diferente. Yo entré primero y me senté en el suelo, con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en un gran tronco. Estaba bastante oscuro. Esperaba que ella se sentara a mi lado, como siempre, y que juntáramos nuestros brazos como hacíamos desde hacía tiempo.

Pero Lucía, en vez de sentarse a mi lado, se sentó sobre mis piernas, de lado, apoyando su cabeza en mi hombro izquierdo. Levantó la mirada y, con los ojos abiertos como platos, me miró fijamente, sin pestañear, sin decir palabra. Sus ojos decían: “¿Te parece bien?”. Yo la rodeé con mis brazos, ella pasó su brazo derecho por mi espalda, y nos abrazamos como nunca habíamos imaginado que fuera posible. Creo que podría haberse escuchado el latir de nuestros corazones desde el otro lado del jardín.

Como era habitual, yo solo llevaba un bañador, y ella, como el resto de las chicas, solo la parte de abajo del bikini. Era emocionante sentir nuestros cuerpos tan juntos. Al abrazarla y acariciarla, podía notar su piel de gallina, igual que ella debió notar la mía.

Magia. La palabra perfecta para describir aquel momento era magia. Fue una noche mágica. Uno de esos escasos momentos en la vida que deseas que nunca terminen. Estuvimos abrazados al menos dos minutos, hasta que tuvimos que salir porque alguien se acercaba. Dos minutos mágicos, sin decir palabra, quizá asustados por estar haciendo algo prohibido, pero, sin duda, sintiendo la mayor felicidad que habíamos experimentado hasta entonces.

 

Los ojos de Lucía

Los ojos de Lucía eran un solemne poema. Habitualmente entornados, acompañados de su eterna sonrisa, daban a su rostro una simpatía especial. En los momentos que ella consideraba importantes, los abría de par en par, mostrando unos preciosos ojos verdes, vivos y penetrantes, capaces de hablar por sí mismos.

Yo ya sabía entonces que, cuando Lucía abría sus ojazos, algo iba a pasar. Algo quería transmitir, o algo esperaba que yo hiciera. Visto desde la lejanía del tiempo, creo haber sido capaz de interpretar correctamente el significado de sus ojos en todas las ocasiones, aunque no siempre fue fácil.

Entonces, aunque tenía perfectamente identificados esos momentos especiales, no fui capaz de darles nombre. Cosa rara, porque yo suelo —y ya lo hacía entonces— dar nombre a las cosas que me son importantes. Hoy lo llamaría “modo solemne”. Cuando Lucía abría sus ojazos, yo sabía que había entrado en modo solemne. Sabía que algo iba a pasar.

 

Besos y besitos

Hay gestos que se convierten en rituales. Hay besos que no se olvidan. Esta es la historia de cómo dos niños descubrieron que el amor puede expresarse en un “muá”, en una cosquilla, en un silencio compartido. Y cómo, entre juegos y abrazos, nació un lenguaje solo suyo.

Aquella semana que Lucía pasó en el chalet de sus abuelos nos dio la oportunidad de estar dos veces más en la casa de las plantas. Como ya venía siendo habitual, habíamos incorporado un nuevo elemento a nuestro ritual: el abrazo. Siempre lo hacíamos igual. Yo me sentaba en el suelo, con las piernas cruzadas, y ella se acomodaba en mi regazo, con la cabeza apoyada en mi hombro izquierdo.

Las siguientes visitas a la casa de las plantas ya no fueron tan tensas como aquella primera vez que nos abrazamos. Ahora manteníamos un largo abrazo, pero hablábamos de todo tipo de cosas, nos hacíamos cosquillas y nos acariciábamos sin parar.

Nuestras conversaciones eran las típicas de los niños. Recuerdo que una vez debatimos con toda seriedad “la mejor manera de hacer un pastel de barro”. Hablábamos de lo que queríamos que nos trajeran los Reyes Magos, de Mafalda, de “la mierda de juguete que nos había regalado nosequién”… y, sobre todo, del eterno tema: Marisol. A Lucía le encantaba Marisol. La verdad es que a todos nos gustaba. “Imagínate tener el caballito de Marisol…” decía. “Es que el vestido de Marisol era precioso…”. Lucía la adoraba.

La semana terminó y Lucía no volvió hasta más de un mes después. Quedaba poco verano, pero aún tuvimos una última oportunidad de estar en la casa de las plantas.

Aquella visita fue increíblemente especial. Un montón de cosas nuevas pasaron a la vez. Me emociono al recordarlo, igual que me emocionaba durante el invierno siguiente cada vez que lo revivía en mi memoria.

Era un día lluvioso. Había habido tormenta y hacía fresquito. Todos llevábamos camiseta además del bañador. Habíamos planeado ir a las pinadas cercanas a buscar caracoles con mis padres.

Alguien dijo: “Vale, que nos vamos…”. Lucía dijo: “Con la lluvia seguro que han salido muchos tréboles de cuatro hojas. ¿Me ayudas a buscarlos?” —me miró al decirlo.

¡Qué lista era! Todos conocían nuestro especial interés por los tréboles, así que a nadie le extrañó la pregunta. Fue muy emocionante. Ese simple comentario introdujo un cambio enorme en nuestra relación. Ya no necesitábamos la excusa del escondite para estar juntos. Lucía había creado la oportunidad.

Todos se fueron a buscar caracoles. Nos quedamos solos. Estuvimos más de una hora juntos, en la casa de las plantas.

Nos sentamos en nuestra posición habitual y nos abrazamos con fuerza, con la tranquilidad de sabernos solos. Enseguida notamos que había algo diferente: las camisetas no nos permitían sentir nuestros cuerpos como antes. Lucía se quitó la suya sin pensarlo, y yo me apresuré a quitarme la mía. Eso ya era otra cosa: cuerpo con cuerpo, piel con piel. Adoraba a aquella niña.

Estuvimos abrazados, haciéndonos cosquillas y hablando de nuestras cosas durante un buen rato. En un momento determinado, Lucía apoyó su cabeza sobre mi hombro y abrió sus ojazos, mirándome fijamente, sin hablar. Había entrado en modo solemne. Yo sabía que algo iba a pasar. Me miraba, con esos ojazos, con su cara frente a la mía, sin decir palabra. Lo entendí perfectamente: me estaba pidiendo que la besara.

Empecé a temblar. No sabía muy bien qué hacer, pero me moría de ganas de hacerlo. Acerqué lentamente mis labios a los suyos y le di un besito. Ella seguía mirándome, fijamente. Pensé que quizá le había sabido a poco —la verdad es que a mí también—. Entonces unimos nuestros labios y nos entregamos a un largo y apasionado beso. Nuestro primer beso.

Aquel beso, el primero de mi vida, ocupa hoy un lugar especial en mi memoria. La casa de las plantas, albergando nuestro primer beso, se convirtió en el símbolo de todo lo que compartimos en aquellos veranos.

Esa tarde nos dimos muchos besos. Y entre beso y beso, besito. Siguiendo mi manía de nombrar las cosas, les puse nombre: besos y besitos. Los besos eran largos, en la boca, apasionados. Los besitos eran cortos, un simple muá. Nos los dábamos a todas horas mientras hablábamos: en la cara, en la boca, en la nariz, en la frente, en los hombros. Bla, bla, bla, besito, cosquilla, cosquilla, besito, beso, besito, besito… Súper romántico.

Esa fue la última vez que nos vimos ese verano. Nos habíamos visto pocas veces, pero fue un verano genial.

La verdad es que nunca sabíamos cuándo iba a ser la última vez. No sabíamos si ella volvería ese mismo verano o si ya era la despedida. Pero en aquella ocasión apenas quedaba una semana para que el verano terminara, y casi con toda seguridad sabíamos que no volveríamos a vernos hasta el siguiente. Así que nos despedimos con un largo y emocionante beso, con un “no quiero dejarte”, y prometiéndonos que el verano siguiente sería mejor que este. Y lo fue. Realmente lo fue.

 

La noche de los secretos y el futuro

Hay noches que no se olvidan. No por lo que ocurre en ellas, sino por lo que revelan. Esta fue una de esas noches. Entre susurros y hojas, entre caricias y preguntas, descubrimos que el amor no solo se vive en el presente: también se sueña en el futuro.

Nunca había ocurrido hasta entonces, pero ese año nos vimos una vez en invierno. Los abuelos de Lucía solo iban al chalet en verano, pero por alguna razón, un fin de semana de noviembre, pude volver a ver los ojazos de Lucía.

Durante el invierno, mi familia iba al chalet todos los fines de semana. Era por la tarde, aunque ya había anochecido. Mis hermanos, un amigo y yo estábamos dentro de casa jugando a las cartas. Hacía frío. Estábamos en una salita, sentados alrededor de la típica mesa camilla con faldones y una estufita en su interior.

De repente, Lucía entró en la habitación y saludó con un “¡Hola chicos!”, una expresión que había sacado de una película de Marisol y que usaba desde hacía tiempo.

Fue una maravillosa e inesperada sorpresa. Me resultaba extraño verla con ropa de invierno; nunca antes la había visto tan tapada. Vestía lo que parecía ser un uniforme de colegio: suéter amarillo y falda a cuadros por la rodilla.

Entró saludando y mirando a todos. Cuando me miró, mantuvimos la mirada durante unos largos segundos, y sentí cómo se me erizaba la piel. Allí estaba mi Lucía, inesperada, preciosa.

Cogió una silla que había en un rincón y se sentó a la mesa, a mi lado. Nos volvimos a mirar, y otra vez ese escalofrío. Metió las piernas bajo el faldón de la mesa camilla y, sin decir palabra, puso su mano sobre mi rodilla. Yo puse la mía sobre la suya. Nos cogimos las manos con fuerza. En ese momento, ella abrió sus ojazos y agudizó su sonrisa. Mi cuerpo entero se estremeció.

Lucía había entrado en modo solemne. Yo sabía que eso era señal inequívoca de que algo iba a pasar.

Lo que ocurrió a continuación, visto con la perspectiva del tiempo, podría parecer una simple anécdota. Pero en aquel momento, fue uno de los instantes más intensos y reveladores de mi vida.

Lucía tomó mi mano y la llevó con delicadeza bajo su falda, colocándola sobre su muslo. Apretó con fuerza, como queriendo decir “ven conmigo”. Sentí el calor de su piel, la suavidad de su gesto, y temblé. Ella guio mi mano con ternura, indicándome que la acariciara.

Para mí, aquel gesto fue mucho más que físico. Era una entrega emocional, una invitación a compartir su espacio más íntimo. Lo que me conmovía no era solo el contacto en sí, sino el significado profundo que encerraba: la confianza, la complicidad, el deseo de estar juntos más allá de las palabras.

Todo ocurría en silencio, bajo el faldón de la mesa, mientras los demás seguían jugando sin notar nada. Ese toque clandestino, esa intimidad compartida en medio de lo cotidiano, me hizo temblar aún más.

Sentí que Lucía me estaba diciendo, sin palabras, “esto es solo nuestro”. Y lo entendí. Quise abrazarla, besarla, fundirme con ella en ese instante, pero, por supuesto, me contuve.

Cuando terminamos de jugar a las cartas, los demás se fueron a ver la televisión. Lucía y yo salimos “a buscar tréboles”.

A un lado del jardín, junto a la valla, había un paellero. Entre ambos, mi padre tenía una especie de piscinita donde tiraba las hojas de los árboles para hacer compost. En ese momento estaba rebosante de hojas caídas de los chopos durante el otoño.

Era de noche. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Nos moríamos de ganas de abrazarnos y besarnos. Nos metimos entre las hojas y nos tapamos con ellas.

Lo que ocurrió a continuación marcó un antes y un después en nuestra relación. Fue el inicio de una nueva etapa, en la que el deseo de compartir y la entrega mutua alcanzaron una profundidad que nunca habíamos imaginado. Aquella noche, el futuro se abrió ante nosotros como una promesa de eternidad.

Totalmente cubiertos por las hojas, nos abrazamos y nos besamos con toda la fuerza que fuimos capaces. La ropa nos molestaba, pero hacía frío y estábamos en una posición demasiado incómoda como para quitárnosla. Nos desabrochamos con cuidado, buscando el contacto, acariciándonos con ternura, con respeto, con emoción.

Fue la primera vez que exploramos nuestros cuerpos con esa intención. Éramos niños, teníamos nueve y diez años. No había placer físico en el sentido adulto, pero el significado emocional era inmenso. Era un gesto de confianza absoluta, de entrega total. “Nadie en el mundo puede acceder a lo más íntimo de mí, pero tú sí. No hay nada en mí que no sea para ti.”

En un momento dado, sus ojos buscaron los míos, y con una seriedad solemne que no le había visto hasta entonces, me susurró al oído:

—¿Cuando seamos mayores, te casarás conmigo?

—¡Claro! —le respondí, sin dudar.

Y entonces ocurrió algo que nunca había sentido antes. Esa simple pregunta, tan directa y tan inocente, me revolvió el alma. Me pareció fascinante, casi imposible de abarcar: toda la vida juntos. Mi cabeza empezó a ir a toda velocidad, imaginando lo que sería mi vida con ella. Me vi creciendo a su lado, compartiendo veranos, inviernos, risas, abrazos, hijos, viajes, secretos. Me vi siendo su compañero, su refugio, su todo.

Era la primera vez que pensábamos en el futuro. Por primera vez, el deseo de estar juntos toda la vida se hizo real.

Estuvimos unos segundos mirándonos a los ojos. La magnitud de nuestro pacto era tan inmensa que no sabíamos qué decir. Fue ella quien, con cara de quién está viendo un fantasma dijo

—Te quiero —sus labios temblaban.

—Te quiero —dije, sintiéndome fuera de mí.

Nos abrazamos y el temblor fue uno solo, como si nuestros cuerpos se reconocieran en la misma emoción.

Aquel “Te quiero” no fue una frase más. Fue el sello invisible de un pacto que acabábamos de hacer sin saber del todo cómo, pero sintiéndolo con una intensidad que desbordaba cualquier lógica. Hasta ese momento, todo había sido juego, ternura, descubrimiento. Pero en el instante en que Lucía lo pronunció, con esa mezcla de asombro y certeza, algo cambió para siempre.

Fue como si el tiempo se detuviera para dar espacio a una verdad que no necesitaba explicación. Ese “Te quiero” no hablaba solo del presente, sino del futuro que acabábamos de imaginar juntos. Era una promesa, una declaración, una revelación. No era un “te quiero” de rutina, ni de costumbre, ni siquiera de enamoramiento pasajero. Era nuestro primer “te quiero” que contenía toda una vida.

Y cuando lo repetí, temblando, no fue por miedo, sino por la magnitud de lo que acabábamos de decirnos. Porque en esas dos palabras cabía todo: la infancia que empezaba a despedirse, la adolescencia que asomaba, los sueños compartidos, los silencios cómplices, los días por venir. Fue el momento en que el amor dejó de ser juego y se convirtió en destino.

Aquella noche, sin anillos ni testigos, nos juramos amor eterno.

 

El hueco de la piscina

Pasó el invierno y el verano de 1973 se acercaba rápidamente. Teníamos diez y once años. Durante ese verano, nuestros cuerpos empezaron a cambiar, y con ellos, también nuestra forma de mirarnos.

Todos sabíamos que, cuando una chica cumple once o doce años, le crecen las tetas. Lo veíamos en las chicas del colegio. Lo que yo no sabía es que, a los chicos, también les cambia el cuerpo. Me miraba en el espejo y decía: “¡Dios mío!, ¡cómo está creciendo esto! ¡Como siga así, no sé dónde la voy a meter!”

Terminaron las clases. Yo empecé el verano yendo a un campamento de niños. Fue muy divertido, pero esa es otra historia.

A la vuelta del campamento, ya en el chalet, me sentía feliz, esperando mi primer encuentro con Lucía.

La leña que usábamos en la chimenea durante el invierno estaba apilada en el fondo del jardín. Ese año, mi padre había comprado más leña de lo habitual, y parte de ella acabó al lado de la piscina.

La piscina estaba situada a unos treinta centímetros de una hilera de cipreses que formaban la valla del chalet. Se levantaba del suelo aproximadamente un metro, y tenía en su parte alta un voladizo de unos ochenta centímetros de anchura que servía de repisa para caminar por el borde. Entre los cipreses y la pared externa de la piscina, debajo del voladizo, mi padre había apilado toda la leña sobrante.

Allí vi la oportunidad de crear un buen escondite. En medio de la hilera de troncos, abrí un hueco de aproximadamente un metro de ancho, redistribuyendo los troncos de forma que no se notara. Era perfecto. Si se miraba desde un lado de la piscina, solo se veía leña. Desde el otro lado, también. Por delante no se podía pasar, porque los cipreses estaban muy pegados. Y desde arriba, el voladizo lo ocultaba por completo. Solo se podía entrar por arriba, sabiendo exactamente dónde estaba el hueco.

Era perfecto. Nuestro escondite definitivo.

Puse una toalla en el suelo y esperé pacientemente para enseñárselo a Lucía.

 

De película

Algunas escenas no necesitan guion. Bastan unos ojos abiertos bajo el agua, un beso fugaz, y un grito de alegría que se escapa del alma. Este capítulo es un homenaje a la espontaneidad, a la magia de lo inesperado, y al amor que se manifiesta como si fuera cine.

Lucía siempre había sido una niña decidida, y esa iniciativa que demostraba me encantaba. En nuestro siguiente encuentro me dejó completamente boquiabierto. Aquel verano —nuestro último verano— Lucía estaba más viva, más feliz, más divertida… que nunca. Estaba radiante.

Tuvieron que pasar dos o tres semanas hasta que nos vimos por primera vez. Era viernes por la tarde y estábamos bañándonos en la piscina. Yo estaba en el agua, de espaldas, y no la vi llegar. Oí que alguien decía “¡Hola, Lucía!” y luego escuché un chapuzón. Se me aceleró el corazón. “¿Era ella?” Me giré… y allí estaba. Su cara sobre el agua, a un palmo de la mía. Madre mía, qué alegría me dio verla.

Con el agua chorreándole por el pelo y la cara, con sus ojazos totalmente abiertos frente a los míos, me pareció incluso más preciosa que nunca. Sus ojos me decían que algo iba a ocurrir, y un escalofrío recorrió mi cuerpo.

Sin decir palabra, empujó mi cabeza hacia abajo, se sumergió conmigo, y, cogiendo mi cara entre sus manos, me dio un beso rápido y precioso. Sus ojos, enormes, se entregaban a los míos.

Esos tres segundos los tengo grabados a fuego: su imagen borrosa bajo el agua, aparecida de repente, la sensación de sus labios, y aquellos ojos, mirándome, entrando directamente en mi alma.

Rápidamente emergimos y ella se alejó nadando, gritando que le pasaran la pelota.

Yo me quedé con la boca abierta. Nadie se había dado cuenta de que nos habíamos besado. Entusiasmado, se me escapó un “¡yabadabaduuu!” gritando de alegría. Me pareció un encuentro de película. Ahí estaba, de nuevo, Lucía. Mi Lucía.

Estuvimos un buen rato jugando en la piscina, buscando fugaces encuentros: “que te hundo”, “que te tiro al agua”… Entre chapuzón y chapuzón me dijo que se quedaba todo el fin de semana en casa de sus abuelos. Estaba distinta, más mayor. Sus ojos eran más vivos, su cara reflejaba mayor seguridad. Estaba realmente radiante. Otra vez estábamos juntos. Mi corazón rebosaba felicidad.

Me llamó la atención que, en esta ocasión, Lucía llevaba puestas las dos partes del bikini. Siempre había llevado solo la parte de abajo, como el resto de las chicas. Supongo que su abuela le dijo algo así como: “Ponte la parte de arriba, que ya eres mayor…”. Durante ese verano, siempre llevó puestas las dos partes del bikini.

 

Bikini, bikini

Hay momentos en los que el amor se expresa sin solemnidad, sin palabras grandes, sin promesas. Solo con una sonrisa, una mirada cómplice, una prenda colgada en silencio. Esta es la historia de una tarde en la que dos niños se desnudaron sin pudor, no por deseo, sino por confianza. Porque cuando el cariño es verdadero, el cuerpo deja de ser frontera. Y el juego se convierte en ritual. Y el bikini, colgado en un tronco, se convierte en símbolo de libertad.

Después de cenar, estuvimos todos jugando a las prendas en la terraza. Lucía y yo cruzábamos miradas disimuladas, llenas de deseo, y nos moríamos de ganas de encontrar un momento para estar solos. Yo le había hablado del hueco de la piscina y estaba deseando enseñárselo.

En un momento dado, Lucía, con sus ojazos totalmente abiertos, me dio un pellizco disimulado y dijo a todos:

—Yo me voy ya, que hoy me he levantado muy pronto. Se despidió alegremente y, al pasar junto a mí, me dio otro pellizco.

Esos ojos me habían querido decir algo, pero no sabía exactamente qué. La veía marcharse y el corazón me latía cada vez más fuerte. Pero si todavía era muy pronto… Me entró el pánico. No quería que se fuera. Desapareció en la penumbra del jardín. Se había ido.

En un momento lo vi claro:

—Yo también me voy, estoy leyendo un libro muy interesante y quiero leer un rato.

Me metí en casa, nervioso. No estaba seguro de que las cosas fueran a pasar como esperaba. Salí por la puerta de atrás y me acerqué a la piscina. Allí estaba ella, en la oscuridad, sonriendo, preciosa. Miramos a ambos lados y nos aseguramos de que nadie nos veía. Nos abrazamos y nos besamos con todas las ganas acumuladas durante el invierno. Madre mía, cuánto había anhelado aquel primer abrazo del verano.

Subimos al borde de la piscina y, en un lugar determinado, empujé un poco los cipreses y bajé pegado a ellos con cierta dificultad. Me senté en el suelo y ella me siguió. Por fin estábamos en el hueco de la piscina.

No estaba completamente oscuro. Una farola junto a un cerezo próximo a la piscina nos iluminaba tenuemente. Lucía intentó sentarse sobre mis piernas como solíamos hacer, pero enseguida vimos que en esa postura no cabíamos. En vez de sentarse de lado, se colocó frente a mí, con las piernas abiertas, cara a cara. A los dos nos pareció perfecta esa postura, incluso mejor que la habitual. El hueco de la piscina nos parecía un lugar seguro. Si hablábamos bajito, sería imposible que nos pillaran.

Nos abrazamos de nuevo y nos besamos. Noté que la parte de arriba de su bikini impedía que nuestros cuerpos se juntaran como antes.

—Esto me molesta —dijo Lucía.

Sin pensarlo dos veces, se quitó la parte de arriba. Y entonces, con sus ojazos abiertos, sin dudarlo, se quitó también la parte de abajo. Se quedó completamente desnuda. Yo la miraba boquiabierto, temblando de emoción. Ella me sonreía, con sus ojos como platos. Era la primera vez que veía a una chica totalmente desnuda. Me pareció preciosa. La cosa más bonita que había visto en mi vida.

Me apresuré a quitarme el bañador y retomamos nuestra postura anterior. Seguía temblando. Desde luego, Lucía era una experta en hacerme temblar.

Allí estábamos los dos, juntos, abrazados. Nos contamos los sucesos del invierno, nos hicimos cosquillas, nos dimos un montón de besos. El hecho de estar desnudos no cambió la esencia de nuestros encuentros. Cierto es que estábamos haciendo algo prohibido, y eso lo hacía emocionante. Pero ni ella ni yo sentíamos un interés especial por aquellas partes prohibidas, más allá de la simple curiosidad.

En un momento, Lucía se percató de que mi cuerpo había cambiado desde la última vez.

—¡Menudo cambio! ¡Cómo te ha crecido! —dijo riendo, mientras me hacía cosquillas.

Yo me sentía algo avergonzado. Me costaba hablar de esas cosas. Pero Lucía era tan natural, tan espontánea, que pronto estábamos riendo y charlando con total normalidad.

De vez en cuando miraba su bikini, blanco con florecitas naranjas, colgado en un tronco de leña. Me emocionaba verlo allí, colgado, sin tapar su cuerpo. —Bikini, bikini, ¿qué hace usted ahí? —decía yo con voz cómica. Y ella se reía, se reía sin parar.

 

Toques

Hay amores que no necesitan palabras. Se dicen en un roce fugaz, en un pellizco bajo el agua, en una toalla que tapa dos manos que se aprietan. Este capítulo es un homenaje a los gestos invisibles, a la ternura escondida entre juegos, a la complicidad que se construye en silencio.

El día siguiente lo pasamos jugando con todos los amigos. Almorzamos juntos, charlamos entre risas y alborotos, nos bañamos en la piscina, y por la tarde fuimos a comprar helados y jugamos al futbolín.

Lucía y yo habíamos desarrollado una especie de “comunicación secreta” que usábamos cuando estábamos rodeados de los demás niños. La llamábamos Toques. Los Toques eran pequeñas caricias, rápidas y discretas, que decían “te quiero” sin necesidad de palabras, en cualquier momento, en cualquier situación.

El Toque más habitual era una caricia fugaz en la mano al entregar algún objeto. Cuando nos pasábamos una botella de agua, una golosina, un juguete o cualquier cosa, aprovechábamos para rozarnos las manos, apenas un instante, sin que nadie lo notara. Los dos sabíamos lo que significaba: “te quiero”.

También teníamos Toques más sofisticados. Al salir de la piscina, si uno entregaba la toalla al otro, nos las arreglábamos para que, en el momento de la entrega, la toalla tapara ambas manos. Entonces nos dábamos un fuerte apretón. Este Toque incluso lo habíamos ensayado.

Un día, nadando cerca de ella, le di un pellizco bajo el agua. A partir de entonces, cuando pasaba a su lado, se colocaba disimuladamente para que se lo repitiera. También ella me tocaba cuando pasaba junto a mí. Era uno de nuestros Toques preferidos, travieso y divertido.

El más arriesgado era el besito rápido en la boca. Solo lo usábamos cuando estábamos seguros de que nadie nos veía, y siempre lo hacíamos en un abrir y cerrar de ojos. Por ejemplo: “¡Mirad qué bicho tan raro!” —y mientras todos miraban el bicho, nosotros aprovechábamos para darnos un besito fugaz.

Era nuestra forma de decirnos “te quiero” a todas horas, delante de todo el mundo. Mantenía vivo nuestro secreto de manera continua, como un hilo invisible que nos unía en medio del grupo.

Ese día lo terminamos disfrutando de los juegos con nuestros amigos. No siempre buscábamos encuentros en solitario. De hecho, pasábamos muchísimo más tiempo jugando con la pandilla que solos.

Al día siguiente, Lucía se fue temprano y no pude ni despedirme.

 

Un cuento chino

La infancia está llena de preguntas sin respuesta. De palabras que se repiten sin entenderse. De gestos que buscan sentido en medio de la confusión. Este capítulo es un retrato sincero de esa ignorancia compartida, de ese intento torpe pero genuino de comprender lo que nadie nos explicó. Porque el amor infantil no sabe de anatomía ni de reglas: solo sabe de confianza, de curiosidad, de querer estar cerca. Y a veces, lo que parece un cuento chino… es solo el reflejo de dos almas que intentan entender el mundo juntas.

Nuestro siguiente encuentro a solas se produjo una semana después. Lucía volvió a pasar el fin de semana con nosotros.

Lo que ocurrió aquella vez puede parecer cómico, pero revela la enorme ignorancia que teníamos los niños sobre temas sexuales. Hay que tener en cuenta que nuestros padres nunca hablaban de ello, en el colegio jamás se mencionaba, en la televisión no se veían escenas íntimas, y no había revistas que pudieran darnos alguna pista. Nuestra educación sexual era, sencillamente, inexistente.

Estábamos en el hueco de la piscina, en nuestra nueva postura, cara a cara. Nos habíamos quitado los bañadores. Nos abrazábamos y besábamos como solíamos hacer. No recuerdo de qué hablábamos en esa ocasión. En un momento, Lucía acercó su cara a la mía y me susurró, con voz más baja de lo habitual y un tono misterioso:

—¿Sabes lo que es follar?

—Claro —respondí, aunque en realidad no lo tenía nada claro.

—Pero yo creo que eso es un cuento chino —añadí—. Es imposible meter esta cosa ahí dentro. Simplemente no cabe. Debe ser como meterse el dedo en la oreja… no entra.

La pregunta me desconcertó. Todos los niños sabíamos lo que significaba “eso”, pero no porque alguien nos lo hubiera explicado como parte natural de la vida o la reproducción —de eso no teníamos ni idea—, sino porque habíamos oído expresiones como “¡que te follen!”, que sonaban más a insulto que a otra cosa. Desde luego, no parecía algo agradable. No entendía por qué Lucía mencionaba algo tan brusco en un momento tan bonito.

—Bueno —pensé—, estamos desnudos, así que quizá tenga sentido plantearlo.

Me volvió a susurrar:

—¿Lo probamos?

Me imaginé la escena y empezó a parecerme interesante.

—Vale —dije, sin saber muy bien si realmente quería hacerlo o no.

Ella acercó sus caderas hacia mí. Yo me acerqué también, tembloroso. Nos miramos a los ojos. Lucía tenía los ojos abiertos de par en par. La verdad es que estaba un poco asustado. No sabía qué esperar. Si aquella expresión significaba algo desagradable, ¿por qué hacerlo?

Aun así, adoraba a Lucía. Sentirla tan cerca me provocó un escalofrío. Suspiré. Tragué saliva. Volví a suspirar. Ella me miró y sonrió.

—¡Venga! —dijo.

Empujé ligeramente. Temblaba sin parar. Empujé un poco más.

—Me haces daño —dijo—. Espera, déjame a mí.

Entonces fue ella quien tomó la iniciativa, despacito, con un leve movimiento de sus caderas. Me pareció muy emocionante.

—¡Jolines, parece que va a entrar! —pensé—. Pero si esto es como “que te den”… ¿y si nos pasa algo raro?

—Me hago daño —dijo ella.

Yo me aparté un poco y suspiré aliviado.

—Lo ves, no cabe.

A ella le entró la risa tonta. Me echó los brazos al cuello y nos estuvimos riendo un buen rato, haciéndonos cosquillas. Estaba preciosa cuando se reía.

La conclusión fue clara: aquello era un cuento chino. Imposible. Dimos por zanjado el asunto y nunca volvimos a hablar de ello.

 

En la lejanía

Hay descubrimientos que no se anuncian. Llegan de pronto, como una ráfaga, y nos cambian para siempre. Esta es la historia de una tarde que parecía una más, pero que se convirtió en un umbral. Entre risas, caricias y un vestido blanco, dos niños cruzaron sin saberlo la frontera entre el juego y el deseo, entre la infancia y algo más. Y aunque no entendieron del todo lo que ocurrió, lo sintieron con una intensidad que solo se vive una vez. Porque hay momentos que no se explican: solo se recuerdan, con la piel temblando y el alma en la lejanía.

Durante el verano de nuestros diez y once años, Lucía no estuvo con nosotros durante largos períodos, pero sí vino muchos fines de semana. Ese verano estuvimos muchas veces en el hueco de la piscina. Fue un verano precioso; muchos de los mejores recuerdos que tengo de Lucía son de aquel verano de 1973.

Nuestro último encuentro fue espectacular. Lucía no podía parar de reír. ¡Cómo me gustaba verla reír! En esa ocasión, yo reí mucho menos que ella… por razones que ahora explicaré. Madre mía, qué inocentes e ignorantes éramos.

Una tarde, ya muy a finales de verano, estaba con mis amigos jugando al futbolín en una tienda cercana. No recuerdo por qué nos enfadamos, pero cogí mi bici y me fui a casa. Al llegar al chalet, vi que el coche de los padres de Lucía llegaba al de sus abuelos. El coche paró, y Lucía, que me había visto, bajó corriendo hacia mí. El coche siguió su camino.

¡Qué felicidad verla de nuevo! Su rubia melenita saltaba al ritmo de sus pasos. Llevaba un vestido blanco de verano con tirantes, una cinta azul en la cintura y falda por encima de la rodilla. ¡Dios mío, qué preciosa la veía!

Al llegar a mi lado, me cogió las manos y dijo con voz alarmada:

—Solo nos quedamos un ratito. Me voy antes de cenar.

Como nadie nos veía, nos dimos un rápido besito y nos dirigimos al hueco de la piscina. Los amigos no estaban en casa. Tuvimos cuidado de que no nos vieran mis padres, y nos fue muy fácil entrar.

Durante aquel verano, el hueco de la piscina había sido todo un acierto. Nadie podía vernos, y nos hacía sentir seguros. Era nuestra casita secreta, el refugio de nuestros mayores descubrimientos. ¡Cuántas cosas podría contar aquel hueco! ¡Cuántos recuerdos guardaba!

Sentados en nuestra posición habitual, nos abrazamos y besamos con cierta tristeza. Ella tenía que irse enseguida, y el verano llegaba a su fin. ¡Cuántas cosas habían pasado, y qué corto nos había parecido!

Lucía estaba sentada sobre mis piernas, frente a mí, con las piernas abiertas. Su falda estaba totalmente levantada. Me emocionaba que no se preocupara por eso cuando estaba conmigo. Abrazados, desabroché los tres botones de su vestido, esperando que se lo quitara. Pero ocurrió algo inesperado y precioso.

Lucía levantó los brazos y me miró con los ojos muy abiertos, sonriendo. Me estaba pidiendo que fuera yo quien le quitara el vestido. Empecé a temblar. Acaricié sus piernas, subí mis manos hasta la falda, y lo fui retirando lentamente, rozando su piel a medida que se descubría. ¡Qué preciosa era mi Lucía! Creo que se me puso la carne de gallina cien veces seguidas.

Cuando le hube quitado el vestido, lo doblé cuidadosamente y lo puse sobre un tronco. Ella rodeo mi cuello con sus brazos, apoyó su cara en mi hombro y estiró las piernas, levantando su cuerpo. Se quedó en esa posición, sin decir palabra. ¡Me estaba pidiendo que le quitara las bragas! Dios mío, cómo me emocionó esa escena. Adoraba a Lucía. Era mi diosa. Siempre sabía cómo hacerme feliz.

Puse mis manos en sus caderas y fui bajando su ropa, lentamente. No quería que aquel instante terminara nunca.

Nuestra conversación, ante el fin del verano, era más bien triste. Hablábamos de los momentos felices que habíamos vivido y del invierno que se nos echaba encima. Teníamos las lágrimas a punto de saltar cuando ocurrió algo que nunca antes había pasado.

En mitad de la conversación, Lucía tomó mi mano y empezó a acariciarme con ternura. Yo suspiré. Ella me miró y preguntó:

—¿Te gusta?

—Sigue, sigue, por favor —dije, sin saber muy bien qué estaba ocurriendo.

Sentí algo totalmente nuevo. Me mareaba, pero era sensacional. Mi cuerpo entero se estremecía. Un centelleo me recorrió de los pies a la cabeza. Pensé que iba a explotar… y exploté.

Solté un suspiro contenido, casi un grito: —¡Ostras, qué calambre!

Lucía se moría de risa.

—¿Dónde tienes el calambre? —dijo entre carcajadas.

—¡En… ahí! Me ha dado un calambre ahí —respondí, sin aliento.

No recuerdo haberla visto reír con tantas ganas. Yo estaba agotado, sin entender qué había pasado. La veía reír con la visión nublada. La escuchaba reír, en la lejanía. Estaba como en las nubes. ¿Qué demonios había sido aquello?

—Estás chalao, ¿cómo te va a dar un calambre ahí? —dijo sin parar de reír.

Noté algo húmedo y caliente correr por mis piernas. Por un momento pensé que era una culebrilla salida de la leña.

—Me he meado de la risa —dijo, secándose las lágrimas y pataleando mientras cogía sus braguitas para limpiar el estropicio.

—Te veo agotado, ¿estás bien? —El calambre… ha sido el calambre —dije, con los ojos desorbitados y una sonrisa de oreja a oreja.

Su risa era muy contagiosa, pero yo apenas podía respirar.

Esa fue la última vez que nos vimos aquel verano. Entonces no lo sabíamos, pero no nos volveríamos a ver hasta más de dos años después.

 

Almas

Hay encuentros que no necesitan palabras. Hay miradas que lo dicen todo. Esta es la historia de una noche en la que dos almas se reconocieron, se abrazaron, se despidieron sin saberlo. El amor que nació en la infancia se enfrentó por primera vez al vértigo de la fidelidad, al dolor de la elección, a la certeza de que crecer también es perder. Porque hay momentos en los que el corazón se desgarra, no por falta de amor, sino por exceso de verdad. Y en ese desgarro, la niñez se despide. Y el alma, aunque rota, cumple su juramento.

Durante los dos veranos siguientes, Lucía no fue ni una sola vez al chalet de sus abuelos. Cuando pregunté, no me dieron —o no quisieron darme— ninguna explicación razonable. Con el tiempo, pensé que quizá hubo alguna discusión con sus padres.

El verano de mis doce años lo pasé jugando con mis amigos. Fue tranquilo, sin sobresaltos. Pensaba a menudo en Lucía, pero su recuerdo, poco a poco, se fue alejando en mi memoria.

El verano siguiente fue distinto. Había hecho nuevos amigos, los que me acompañarían durante toda mi adolescencia. De ellos guardo recuerdos increíbles.

Unos días antes de las navidades de mis trece años, Lucía ya formaba parte de mi pasado. Un pasado maravilloso, una niñez inolvidable que he recordado toda la vida con muchísimo cariño. Pero el destino aún me tenía guardada una última mirada.

Estaba en el chalet, solo en mi habitación, sentado en el escritorio. Mi madre estaba en el comedor y le oí decir:

—Cariño, qué mayor estás… Sí, en su habitación.

Reconocí unos pasos por el pasillo. Yo ya estaba temblando. Y entonces, sin más, Lucía apareció en la puerta. Hacía más de dos años que no nos veíamos. Allí estaba ella, mi Lucía, de pie frente a mí. Mi cuerpo se estremeció, y las lágrimas acudieron rápidamente a mis ojos, nublando su imagen. Estaba muy cambiada. Su cara ya no era la de una niña. Llevaba un vestido amarillo y blanco y el pelo largo. Incluso sus ojos, abiertos como siempre, parecían distintos: más profundos, más brillantes, llenos de emoción.

Durante unos segundos nos miramos sin mover ni un músculo. Sus ojos en los míos, los míos en los suyos. Mis lágrimas rodaban ya libres por mis mejillas, y las suyas caían de pura emoción. Ella se giró y cerró la puerta.

Me levanté rápidamente, y nos abrazamos como jamás creo que se haya abrazado ser alguno sobre la tierra. Mi Lucía, su cuerpo y el mío, juntos de nuevo. El sabor de sus lágrimas en mis besos. Sus labios junto a los míos. Ternura junto a deseo.

Nuestros cuerpos no podían separarse. Pero lo que realmente sentí fue que era su alma la que besaba a la mía. Mi alma abrazaba la suya. Éramos un único ser ocupando la totalidad del universo.

No dijimos ni una palabra. Durante todo aquel encuentro, fueron nuestras almas las que hablaron.

Ya más calmados, seguíamos abrazados. Nuestros ojos seguían sin poder separarse. Ella me empujó suavemente y nos tumbamos en la cama. Sonreía. Aquella sonrisa que yo tanto amaba. Yo de espaldas, ella sobre mí. Nos besamos. Aunque su cuerpo había cambiado, sus labios eran los de siempre. Su mirada, sus caricias, sus besos… eran los de siempre. Era Lucía. Mi Lucía. Y estaba allí, conmigo, de nuevo.

Y entonces, el dolor. El más profundo que había sentido hasta entonces. Se me desgarró el alma. Las lágrimas volvieron a mis ojos. Descubrí que el corazón puede doler. Duele con fuerza. Duele de verdad.

Hacía algunos meses que había empezado a salir con Amparo. En esos momentos, veía su cara al lado de la mía, mirándome. Adoraba a Amparo. Y cada beso que le daba a Lucía… me dolía. ¿Cómo era posible? Lucía, mi diosa, ¿cómo podían dolerme sus besos?

La cogí por los hombros, y con toda la ternura del mundo, sin dejar de mirarla, la empujé suavemente hasta quedar sentados en la cama. Sus ojos, serenos, dulces, parecían entenderlo todo.

Sin decir palabra, nos miramos, inmóviles. Mi Lucía estaba allí, temblorosa. En ese momento, era lo que más deseaba en el mundo. Moría por abrazarla, por sentir sus besos, su cariño. “Por favor, abrázame…” decían sus ojos. No pude moverme.

Por primera vez desde que cerró la puerta, aparté la mirada. Bajé los ojos, tomé sus manos y las llevé a mis labios. Las besé con ternura. Me levanté y salí de la habitación.

Era de noche. Salí al jardín y me dirigí a la casa de las plantas, mi refugio cuando quería estar solo. Por el camino rompí a llorar con toda la fuerza de mi corazón. Qué dolor. Creí que no podría soportarlo.

Sentado entre las plantas, sin parar de llorar, me decía: “Vuelve, vuelve con ella. Es Lucía. Tu Lucía. Le juraste amor eterno.” Tenía ganas de gritarle al mundo entero. ¿Era necesaria tanta crueldad? ¿Cómo podía doler tanto alguien a quien quería tanto?

Recordé aquellos veranos. El primer beso, la piel de gallina. Los tréboles, las manos que se unían. Las bicis, la piscina, su cara mojada junto a la mía. El juramento de amor eterno, en una noche de invierno. El intento de hacer el amor, su risa en nuestro último encuentro. Su risa… estaba por todas partes en mis recuerdos. Adoraba verla reír.

Dios mío, mi Lucía había sido tan importante en mi vida. ¿Cómo iba a seguir viviendo sin ella?

Ya más calmado, pensé en volver para explicarle mis sentimientos. No la había visto salir, pero supuse que ya se habría ido. De todas formas, no tenía claro qué decirle. Pensé en hablar con ella al día siguiente.

Lucía se fue esa noche. Y ya no pude hablar con ella.

El verano siguiente, fui yo quien no veraneó en el chalet. Mi padre lo había vendido.

Aquella fue, la última vez, que vi a Lucía.

 

El juramento

Han pasado muchos años desde entonces. La vida siguió su curso, y hoy, al mirar atrás, recuerdo a aquella preciosa niña. Tuve la inmensa suerte de ser el papel sobre el que ella escribió su historia. La inmensa suerte de haber vivido aquel cuento maravilloso que ella escribió para los dos.

Al recordar nuestro último encuentro, estoy convencido —después de tantos años— de que fue un final hermoso. Aunque sé que fue real, a veces me pregunto si no fue una ilusión, si su alma se me apareció. Aquellas palabras ausentes, aquellos ojos serenos, aquella unión infinita… Un sueño con el que cerramos una etapa que debía terminar. Y aunque nunca pude darle explicaciones, estoy convencido de que nuestras almas hablaron. Y se dijeron cuánto se amaban.

Aquella noche comprendí que el mundo había cambiado. Ya no éramos niños. La adolescencia irrumpía con fuerza. Los sentimientos de aquellos veranos eran puros, serenos, libres de toda obligación. Pero la adolescencia traía consigo emociones más complejas, más exigentes. Sentimientos que aquella noche asaltaron mi alma y me hicieron creer que el mundo podía terminar en un instante. Pero no era el mundo. Era mi niñez la que terminaba.

Hoy sé que aquella noche, en la casa de las plantas, en esos mismos instantes, terminó mi infancia y comenzó mi adolescencia. Una adolescencia desconcertante, sí, pero también preciosa. Otra etapa que me regaló vida.

Aquellos niños se juraron amor eterno. Y hoy, mi corazón… mantiene su juramento.

 

Si has llegado hasta aquí, gracias. Gracias por acompañarme en este viaje hacia el corazón de una infancia que fue más que juegos y veranos: fue descubrimiento, fue temblor, fue alma.

Esta historia no pretende ser ejemplar, ni perfecta, ni universal. Pero sí verdadera. Porque todos, en algún rincón de nuestra memoria, guardamos un primer amor que nos enseñó a mirar, a esperar, a sentir. Un amor que no entendía de tiempo ni de distancia, pero que nos transformó para siempre.

Lucía fue eso para mí. Y al contar esta historia, no busco revivir el pasado, sino honrarlo. Porque hay promesas que no caducan, hay recuerdos que no envejecen, y hay almas que, aunque se separen, nunca dejan de abrazarse.

Gracias por sentir conmigo.

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