El despertar
Los pensamientos de un niño de once años ante su primera eyaculación.
Esta historia, aunque transcurre después de La casa de las plantas, la escribí unos meses antes. Realmente, allí explico muchas de las cosas que aquí cuento.
… Empecé a notar una sensación totalmente nueva para mí. Me estaba mareando, pero era sensacional. Sentía como mi sangre circulaba a toda velocidad. Un enorme centelleo me subió de los pies a la cabeza, como un rayo. Pensé que iba a explotar…, y exploté. “¡Madre mía, qué calambre!”
La primera noche
“Ha sido como…” Mis confundidos pensamientos intentaban encontrar alguna sensación conocida que pudiera parecerse a lo que había sentido aquella tarde. A pesar de todo, mientras daba vueltas en la cama, era plenamente consciente de que nunca había sentido nada igual. De hecho, estaba convencido de que aquella había sido la sensación más intensa de mi vida. No podía encontrar nada parecido a ese genial “centelleo” que había recorrido mi cuerpo, o a ese “calambre” que me había producido semejante agotamiento.
Su imagen se mantenía permanentemente en mis pensamientos. Ella, sus ojos, su risa. Su pelo, su cuerpo, su cara… Aquella cara preciosa, aquel cuerpo de diosa, con el que había soñado tantas veces. Y, como en otras ocasiones, ella obró su magia, y me puso la carne de gallina.
Ella, su magia. Lucía era especial, ninguna otra persona en el mundo me hacía sentir igual. Cuando la tocaba, cuando la veía llegar, cuando me miraba abriendo sus ojos de par en par. Cuando recordaba su cuerpo o cuando la iba a besar, ella obraba su magia, su alma abrazaba la mía, e inevitablemente, me ponía la carne de gallina.
“¡Eso es! ¡Ha sido como cuando ella me pone la carne de gallina, pero mucho más intenso!” Esa conclusión me hizo sentir en paz. De alguna manera confirmaba algo de lo que yo ya no tenía ninguna duda: esa energía que había recorrido mi cuerpo, venía de ella. Como siempre, ella obraba su magia, pero esta vez se había superado. Había sido, sin duda, la carne de gallina más intensa de mi vida, y había sido genial.
“Ha sido la carne de gallina más intensa de mi vida”. Recordé aquella escena en la que ella hizo estremecer mi cuerpo con más fuerza. Una de aquellas noches, cuando nos escapábamos a pasear, abrazados, como si fuéramos novios mayores. Aquellas calles oscuras, aquellos besos secretos, aquellas almas temblorosas que se abrazaban en silencio. En un rincón oscuro, sentados en la acera. Yo en el suelo, ella sobre mis piernas. Acariciaba su pelo, y mi piel reaccionaba. Acariciaba su cara, y mi cuerpo tiritaba. Acariciaba sus brazos, sus piernas, sus caderas …, mientras ella, con su magia femenina, me ponía la carne de gallina. “¡Jolines!, ¡cómo me gusta tocarte…!” le decía, y ella sonreía, ella siempre sonreía.
Entonces lo vi claro. En aquellos momentos entró en mi mente el concepto más precioso, la más preciosa idea de todas las que poblaron mis pensamientos en aquellos primeros años de mi vida.
Aquella noche, mi mente de niño de once años, se durmió convencida, de que Lucía me había puesto, el alma de gallina.
De ninguna manera mi mente llegó a la conclusión de que ese verano mi cuerpo había cambiado. De que el mecanismo reproductivo del ser humano se había hecho efectivo en mí. No tenía ni la más remota idea de qué había sido aquello, pero mi conclusión era firme, Lucía me había puesto el alma de gallina, ella y su magia.
Así es cómo el sexo entró en mi vida. No lo entendí como un mecanismo del cuerpo, sino, más bien, como un atributo del alma, de su alma, y de la mía.
Esa asociación sexo-alma que aquella primera noche entró en mi mente, marcó claramente el concepto de sexo que mis pensamientos iban a manejar durante los próximos años. Y, aunque me aportó más frustraciones que alegrías, la parte emocional de aquella aventura, la recuerdo como una de las más emocionantes de mi juventud.
La lámpara de Aladino
Durante la mañana siguiente, apenas pensé en lo que había ocurrido la tarde anterior. Sin embargo, lo que iba a ocurrir durante la comida tendría un impacto brutal en mi vida, y mantendría mi mente ocupada durante los próximos años.
Ese día hacía más viento que el de costumbre y, en vez de comer en la terraza, como era habitual en verano, comimos dentro de casa. Mientras comía, estaba dándole vueltas a la conclusión a la que había llegado la noche anterior. Entonces se me ocurrió.
Me levanté en mitad de la comida y me metí corriendo en el baño. Supongo que mi familia pensó que no podía aguantarme, pero la realidad era algo distinta. Repetí lo mismo que había hecho Lucía la tarde anterior y… allí estaban de nuevo, el centelleo, y el calambre.
“¡Dios mío, esto es genial!” Desde luego, no salía de mi asombro. Ese brutal centelleo que recorría mi cuerpo me volvía loco. En mi vida había sentido nada igual.
Por supuesto, mientras lo hacía, pensaba en Lucía y, desde luego, no tenía ninguna duda de que era ella quién me ponía el alma de gallina. En esos momentos entendí “esa maravillosa sensación” como un regalo que me hacía Lucía. “¡Madre mía, cómo me gusta! ¡Gracias Lucía, te quiero tanto!”
Empecé a preguntarme sobre esa cosa que hasta entonces sólo había servido para mear. La verdad es que siempre había tenido cierto misterio, “niño tápate”, “niño no te toques”, además, las chicas tenían ese extraño poder que la hacía crecer … Pero, de repente, la cosa de mear se había puesto interesante, parecía ser la clave, sólo había que frotarla, como la lámpara de Aladino, una especie de interruptor que abría la entrada de esa energía maravillosa que recorría mi cuerpo. Esta parte no la entendía bien, pero no me preocupó demasiado.
Unas dos semanas después le dije a mi primo “Hey Richar, he descubierto que si te frotas la polla te dan unos calambres que alucinas” “¿Siii?, Esta noche lo pruebo”. Reconozco que esta confesión la hice con cierta intención. Yo estaba seguro de que a Richar no le iba a dar ningún calambre. Estaba convencido de que era Lucía quien me ponía el alma de gallina, cosa que confirmé al día siguiente cuando Richar me dijo “Eres un trolero, ayer estuve un rato frotando y no me dio ningún calambre”.
Lo cierto es que todo aquello resultaba bastante confuso e increíble. Pero, en cualquier caso, me hacía sentir que el alma de Lucía estaba más próxima a la mía de lo que había estado nunca en sus largas ausencias. Eso me alegraba, sabía que, probablemente, no volvería a verla hasta el verano siguiente, pero, de alguna manera, ese invierno la iba a sentir más cercana que otros inviernos.
La verdad es que, en aquellos momentos, no tenía ni idea de que aquello era sólo el principio de todo lo que se me venía encima. No tenía ni idea de que se había puesto en marcha una revolución interior que produciría enromes cambios tanto en mi cuerpo como en mi mente. Realmente, aquel invierno, la iba a sentir mucho más próxima de lo que jamás hubiera imaginado.
El secreto de la vida
Empezaron las clases, todo un curso por delante. Ese año tenía un nuevo compañero. Jaime era un niño de mi edad, hijo de emigrantes que había crecido en Inglaterra. Ese año se incorporó a la clase y la sabiduría del destino lo designó mi compañero de pupitre. Entonces apenas era un desconocido, pero, durante los próximos años, iba a ser uno de los grandes amigos con los que compartí toda mi adolescencia.
Sería a mediados de octubre cuando una tarde, en clase de plástica, le pregunté: “Oye tío, ¿a ti te dan calambres en la polla?” El profe tuvo que llamarnos la atención por la enorme risotada que se le escapó. En cualquier caso, aquella fue la clase más sorprendente de todas las que recuerdo del colegio.
Jaime resultó ser todo un maestro en la teoría del sexo. Por lo visto, en Inglaterra, los niños sabían “esas cosas”, sin embargo, aquí no teníamos ni idea. Me describió, con todo detalle, sin errores, sin las típicas exageraciones, el proceso reproductivo humano, desde el principio hasta el final.
Me habló del término “sexo”, que, aunque probablemente yo conocía esa palabra, ni por asomo la había asociado a todo aquello que me estaba pasando. Me habló del pene y la vagina, palabras que yo desconocía por completo. De los espermatozoides y del óvulo, bichejos insignificantes que, a fin de cuentas, eran los protagonistas de toda esta historia. Me habló de los testículos, de los ovarios, de la eyaculación, de la masturbación, del semen, del útero, del coito, del orgasmo, del embrión, del feto, del embarazo, nueve meses, parto… Montones y montones de términos que me sonaban a chino y que, sin embargo, estaban construyendo el relato más alucinante que había escuchado en mi vida.
Aunque Jaime se entretuvo en definir cada uno de aquellos “términos oficiales”, construyó su relato con términos coloquiales. Usaba palabras como follar, polla, coño, leche, etc. Reconozco que estos términos daban mas credibilidad a la historia.
Yo escuchaba totalmente boquiabierto. A medida que Jaime contaba su relato, mi mente iba relacionando aquellos nuevos conceptos con las experiencias que últimamente se habían apoderado de mis pensamientos. Algunas cosas encajaban a la perfección, otras me parecían un total despropósito. En cualquier caso, aquel relato tenía sentido, y ponía orden a todos aquellos confusos pensamientos que ocupaban mi mente desde hacía meses.
Se produjo algún momento particularmente interesante, por ejemplo, cuando él dijo “el hombre y la mujer follan y…” y yo dije “ahora si que te estás quedando conmigo, eso de follar es un cuento chino, no cabe…” “¿Qué no cabe?, mañana te traeré fotos y veras si cabe…” O cuando él se moría de risa al ver mi cara cuando no tuve más remedio que aceptar que “mi padre y mi madre follan…”.
Cuando terminamos, la mesa estaba llena de dibujos a lápiz de óvulos, espermatozoides, penes, vaginas, cuerpos desnudos y todo tipo de imágenes sexuales. Supongo que la señora de la limpieza, aquella noche, sonrió con ternura y entendió que a algún niño se le había revelado el gran misterio.
Aquella noche, en la cama, antes de dormir, tenía la cabeza llena de conceptos nuevos, asombrosos, muchos delirantes, o quizá increíbles. Esa noche no fui capaz de asimilar todo aquel conocimiento, pero sí era consciente de que, en aquellos momentos, conocía “el secreto de la vida”, como más adelante lo denominé. Todavía tuvieron que pasar varias noches hasta que pude poner cada pieza en su sitio, y, sobre todo, ¿Dónde encajaba Lucía en todo esto? Bueno, ya lo pensaría en otro momento, ahora esperaba su visita y, como casi cada día, su alma me acompañó, se fundió en un abrazo con la mía, y la puso de gallina.
Mi noche con Lucía
Durante las siguientes noches, antes de dormir, se formaron en mi mente los conceptos asociados a la “relación hombre-mujer” que iban a perdurar durante toda mi adolescencia. Tenía un montón de información clara y razonable, pero, aún así, “decidí” mantener esos conceptos e ideas que ya habían arraigado en mi mente.
Esa cosa que Jaime llamaba “orgasmo”, tenía mucho más sentido para mí cuando la llamaba “alma de gallina”. Me parecía que reflejaba con mucha más exactitud lo que yo sentía cuando esa energía maravillosa recorría mi cuerpo. Para mí, “orgasmo” era un término vacío, sin embargo, “alma de gallina” me parecía un concepto precioso. El hecho de que este término entrara en mi mente el primer día en el que el sexo entró en mi vida, marcó con mucha fuerza la imagen de su alma uniéndose a la mía en esos instantes maravillosos. En aquellos momentos yo tenía claro que esa “energía maravillosa” era su alma recorriendo mi cuerpo, y de alguna manera, se fundía con mi alma y la hacía estremecer. Con toda claridad, en las primeras etapas de mi sexualidad, el sexo no era “cosa de cuerpos”, sino “cosa de almas”.
En algún momento de su larga exposición, Jaime dijo: “… entonces, el hombre y la mujer pasan la noche juntos, hacen el amor, y empieza la película…”. En esta frase había dos conceptos que me fascinaron y que tuvieron mi mente ocupada durante mucho, mucho tiempo.
“Hacer el amor”, era la primera vez que oía esta expresión. ¡Qué manera tan preciosa de evitar la palabra follar!, ¡era tan sugerente! Dos personas que se aman, deciden unir sus almas, y de esa unión entre almas surge esa energía maravillosa que recorre los cuerpos y los mantiene unidos. Creo que mi mente de niño de once años hizo demasiadas horas extras aquella temporada.
Otra idea que me cautivó, fue “pasar la noche juntos”. Este concepto me fascinó como ningún otro. Cierto es que todos los padres y madres pasaban las noches juntos, pero nunca había pensado en ello hasta ese momento. ¡Pasar una noche con Lucía! ¡Dios mío, no podía imaginar nada más precioso!
Una de aquellas noches surgió el sueño, ese sueño que se repitió sin cesar, hasta la saciedad, al que llamé “Mi noche con Lucía”.
Cuántas noches, cuántas noches me dormía, intentando imaginar cómo sería, pasar una noche a tu lado. La eternidad de una noche, abrazándonos, acariciándonos y besándonos sin parar. Y en un momento dado, se nos pondría el alma de gallina, mientras tus ojos y mis ojos, se miraban y reían. Esa energía brutal y maravillosa que recorría mi cuerpo, se fundiría con la energía, brutal y maravillosa que recorría el tuyo. Y tu alma y mi alma se unirían, mientras se unían tu cuerpo y el mío. Luego, te vería dormir, acariciando tu pelo con mi mano. Y al fin, me dormiría soñando, que pasaba una noche a tu lado.
“Mi noche con Lucía” se repitió una y otra vez durante meses. Con el tiempo se fue espaciando, pero, incluso años después, aquel sueño seguía en mi mente y, esporádicamente, me hacía estremecer. Su alma seguía ahí, junto a la mía y, reconozco que aún hoy, en ocasiones, siento que el alma de aquella niña sigue acompañando al alma de aquel niño, y que aquel juramento de amor eterno, todavía perdura.
Después de dos años sin verla, empecé a salir con Amparo. Adoraba a Amparo, mi primer gran amor adolescente, pero aquel sueño, todavía seguía en mi mente. Mis sentimientos se negaron a olvidar a la primera mujer a la que abracé, la primera mujer a la que besé, a la que desnudé y, algunos meses después, la primera mujer por la que lloré. Lo cierto es que se produjo la angustiosa situación en la que vivía con Amparo y soñaba con Lucía. Amparo ha sido la única persona en mi vida con la que he hablado de Lucía. En estas condiciones nos vimos por última vez, sé que hice lo correcto, pero no lo volvería a hacer.
Te echo de menos
El despertar de mi sexualidad no sólo produjo cambios en mi cuerpo, también mis sentimientos se vieron profundamente afectados.
Entonces no fui del todo consciente de que un nuevo y desgarrador sentimiento estaba entrando en mi vida. Aquel invierno de mis once años, aquellas noches en las que casi el único tema de mis pensamientos era ella, sentí, como nunca hasta entonces había sentido, su ausencia.
Por primera vez en mi vida, sentí la necesidad de que el tiempo pasara cuanto antes, de que aquel maldito invierno terminara, y poder estar de nuevo a su lado. Tenía tantas cosas que contarle, tenía tantas ganas de abrazarla. Necesitaba volver a sentir sus labios en los míos, necesitaba besar de nuevo su risa, sentir en mi interior su latido, quería contarle el secreto de la vida.
Yo no sé cómo ocurren las cosas en la vida. No sé si algún puñetero plan hace que las cosas no sucedan porque sí. Pero resulta paradójico pensar que, en aquellos momentos, cuando más la deseé, ni ella ni yo sabíamos que ya nunca volveríamos a reír juntos, que aquel “para toda la vida” que nos hizo estremecer entre las hojas, había sido una ilusión.
Fue la propia existencia, quien con total indiferencia, separó su vida de la mía. Te echo de menos, te echo de menos, Lucía.