La mujer de mi vida
En nuestra casa, nuestra historia siempre se contó a pedazos. Eran anécdotas sueltas en sobremesas, risas al recordar un viaje en moto o la vez que acabamos empapados en la Malvarrosa. Fue Merche, la pequeña, quien después de coleccionar todos esos retazos me pidió que le diera un hilo conductor. ‘Papá, tienes que escribirla entera’, me dijo.
Y tenía razón. Porque para contarla bien, hay que empezar por el principio de verdad: una tarde de junio de mis quince años en la que, sin saberlo, dibujé en mi cabeza el boceto de la mujer con la que soñaba. Esta es, por fin, la historia completa de ese camino.
Mi chica ideal
Aunque aún tardaría más de un año en conocerla, mi relación con Tere empezó realmente aquí: una tarde solitaria en mi estudio. Entre recuerdos y promesas, nació una idea que marcaría mi camino. Lo que parecía un pensamiento inocente se convirtió en una semilla que crecería con fuerza inesperada.
Era junio de 1977 y yo tenía quince años. Tras más de dos años de relación, rompí con Amparo. Nuestra relación había sido una etapa preciosa de mi vida, pero sentía que tocaba pasar página.
Aquella tarde no me apeteció salir con los amigos. Me quedé en casa, buscando la soledad para poder pensar. Puse «Dark side of the moon» en el tocadiscos y me senté en mi sillón con la gravedad de un filósofo, listo para tener una conversación trascendental conmigo mismo.

Aquella conversación se convertiría en un momento clave de mi vida, porque en ella nació un concepto nuevo en mi mente. Fue una idea inocente, casi accidental, que sin embargo iba a tener un impacto enorme en mis futuras relaciones.
Recordé lo que había sido mi relación con Amparo, todo lo que ella había significado para mí y los cambios que había provocado en mi vida. De su recuerdo salté al de Lucía y al de Chelo. Tres relaciones preciosas con tres chicas preciosas que me habían hecho sentir esa magia tan especial que solo ellas tienen.
Eso me hizo desear tener una a mi lado siempre. Me hice la promesa, que era más bien un deseo, de no estar nunca solo. Y entonces me pregunté: ¿cómo sería la próxima chica? ¿Cómo sería mi relación con ella?
Empecé a fantasear. Si pudiera elegir, ¿cómo me gustaría que fuera mi chica ideal?
Lo cierto es que lo tenía sorprendentemente claro. Quería que fuera como Chelo, con su aspecto y su carácter. Y, además, me gustaría que le gustaran la ciencia y la música. Si ya le gustaran las motos, sería la leche. Así, de una forma casi matemática, definí a «la mujer de mi vida» como la suma de Chelo más mis aficiones. Un plan sin fisuras. Qué podía salir mal.
Los primeros compases de «Time» flotaban en la habitación.
Chelo era preciosa y su carácter tenía una fuerza que no había conocido en otras chicas.
Yo quería dedicar mi vida a la ciencia y sería genial que mi chica ideal pudiera compartir esa parte de mí (es evidente, todo el mundo sabe que no hay nada más romántico que hablar de electrodinámica en la primera cita).
La música también era importante, me encantaba tocar la guitarra. Soñaba que mi chica ideal tocara un instrumento y pudiéramos tocar juntos.
Y sobre las motos… poco que decir. A las chicas del grupo no les gustaban, y a mí me encantaría poder salir con una chica motera.
Ese inocente concepto que construí aquella tarde, sin yo quererlo y sin saberlo, jugó un papel fundamental en mis siguientes relaciones. En particular, el efecto que produjo en mi futura relación con Tere fue, sencillamente, devastador.
La siguiente chica no tardó en llegar. Fue Ana, con quien estuve casi un año. Era una buena chica y, además, guapísima. Pero, desde luego, no encajaba en la fórmula.
En cualquier caso, eso ya es otra historia.
Estoy conmigo misma
—¿Estás bien?
La música de Chicago sonaba de fondo, yo estaba en el suelo. Había pisado un cubito de hielo. En esa caída, en ese instante ridículo, sin darme cuenta, empezó a dibujarse el resto de mi vida.
Conocí a Tere en una fiesta, en septiembre de 1978. Ella tenía trece años, y yo dieciséis.
—Marina, Tere y Merche, hermanas de Manolo —dijo José Ramón, presentándome a tres chicas que había conocido la noche anterior.
«¡Chicas nuevas!», pensé. «Y, además, guapísimas». Intercambiamos los holas y besitos de rigor. «¡Guau, menudos chochitos, son lo más precioso que he visto!», fue el siguiente pensamiento que cruzó mi mente, medio borracha (como veis, la sutileza poética y la elegancia no eran mi fuerte a los dieciséis años, y menos con dos cubatas de más).
Al cabo de un rato, desde la cabina donde ponía discos con Abe, la vi. Acababa de pinchar «Born to be alive». Tere estaba sola detrás de la barra, sentada sobre la nevera. No parecía aburrida en absoluto; de hecho, se le veía relajada y contenta. Me llamó la atención. En una fiesta nadie debería estar solo, y sus hermanas se habían integrado perfectamente en el grupo.
Me acerqué y me senté en la barra, a su lado con mis aires de DJ interesante.
—¿Por qué estás sola? —le pregunté.
Ella me sonrió y acercó su cabeza a la mía para indicarme que no me oía con la música. Sentí su pelo junto a mi cara, sus ojos a dos dedos de los míos. «Desde luego, no le da miedo la proximidad», pensé.
Repetí mi pregunta.
—Porque me gusta —respondió ella, con total naturalidad. —Además, no estoy sola. Estoy conmigo misma.
Su respuesta me descolocó. No era lo que una chica de su edad solía contestar, y menos en una fiesta. Yo a su edad jugaba a las chapas, y ella ya soltaba sentencias de filósofa griega. En ese instante vi con total claridad que Tere no era como las demás. Era una chica especial.

Estuvimos hablando un buen rato y no dejó de sorprenderme. En esa conversación, ella no se limitaba a asentir o negar lo que yo decía, sino que aportaba tanto a la conversación como yo. «¡Me encanta esta chica!», me dije. «Es diferente, me siento muy a gusto con ella».
—¿Salimos fuera? —le propuse mientras le tendía la mano—. Con tanto ruido aquí no se puede hablar.
—Vale —aceptó.
Nos disponíamos a salir cuando pisé un cubito de hielo olvidado en el suelo. Mientras caía, escuché las notas del estribillo de «If you leave me now» y fui plenamente consciente del golpe que me iba a dar. Un segundo después, tenía su cara sobre la mía.
—¿Estás bien?
—Sí… no ha sido nada —acerté a decir, intentando recomponer mi dignidad desde el suelo.
Salimos al jardín y nos sentamos en el borde de la piscina, con los pies chapoteando en el agua.
En ese instante, con la luz del atardecer reflejándose en el agua, descubrí por primera vez sus ojos. No lo sabía entonces, pero aquellos ojos seguirían mirándome el resto de mi vida, convirtiéndose en el horizonte más claro y constante de mi camino.

Esa noche, antes de dormir, me quedé pensando en ella. Me recordaba mucho a Chelo, pero había algo más. Me sentía increíblemente a gusto en su compañía. Esa «química» fue evidente para mí desde el primer instante.
Aquella noche, sin saber muy bien lo que significaba, me dormí con una sonrisa en los labios.
Una visita improvisada
Al día siguiente por la tarde, vino Jaime a casa.
—Estaba pensando en ir a casa de Marina —me dijo—. Ayer estuve hablando con ella y me pareció preciosa. José Ramón me ha dicho dónde vive. Vente, anda, no quiero ir solo.
Traducción: «Necesito un escudo humano para no parecer desesperado».
—Sí, claro, te acompaño —le contesté sin dudar.
Por dentro, un pensamiento claro y nítido: «Me apetece mucho ver a Tere otra vez».
Fue Marina quien nos abrió la puerta.
—Huy ¿Cómo es que habéis venido? —preguntó, sorprendida.
—¡A veros! —soltó Jaime con una sonrisa.
—Vale, genial, pasad, pasad.
—Tere está en su habitación —me dijo Marina señalando la puerta.
Jaime y Marina desaparecieron por el pasillo. Entré y vi a Tere sobre la cama; del tocadiscos salía «Ninna Nanna», suave, casi como un susurro que llenaba el espacio. Ella levantó la vista, sorprendida, y me sonrió.
Esa tarde, en la quietud de aquel cuarto, descubrí en mí una sensación completamente nueva. Hablando con ella, simplemente, me sentía bien. Me hacía sentir cómodo, sin la más mínima necesidad de demostrar nada. Algo totalmente inaudito a los dieciséis años, edad en la que uno suele pasarse el día posando como un pavo real. Podía ser yo, porque ella era ella. Era una calma que no había experimentado nunca con ninguna otra chica, y me encantaba.

Tere era inteligente y preciosa. Podía mirarla a los ojos durante un rato sin sentirme incómodo, flotando en una sensación de absoluto bienestar. Ella me hablaba, yo la miraba y me moría de ganas de abrazarla. Sin embargo, pensé que era demasiado pronto, que apenas nos conocíamos y no quería asustarla ni que se molestara.
Años más tarde descubriría que ese deseo de abrazarla sería una constante en nuestra historia; que sería imposible estar a su lado, incluso en los peores momentos —que fueron muchos—, sin morirme de ganas de rodearla con mis brazos.
Creo que fue entonces, con los acordes de Jarcha flotando en el aire, cuando me enamoré.
Pero era un enamoramiento distinto a los anteriores. No sentía ese fuego incontrolable de otras veces, sino una atracción sutil, un pensamiento sereno que susurraba: «qué bien me siento, quiero seguir sintiéndome así el resto de mi vida».
Muchos años después, encontré las palabras exactas para definirlo: «Con Tere, me siento en casa».
Los pollos
La llegada de Tere y sus hermanas al grupo no fue del todo fluida. A las chicas de siempre no les hizo mucha gracia que aparecieran caras nuevas, y algunos chicos salieron en su defensa.
Un local vacío acabaría siendo el epicentro de nuestras vidas. Aquel verano se convirtió en el maravilloso escenario de nuestra felicidad.
—¡Pero si Merche tiene once años, es una cría! —decía Ali—. Para eso le digo a mi hermana que venga.
—Eso, eso, díselo; menudas tetas tiene —saltaba Clavo.
—A que te pego una hostia, gilipollas —respondía Ali, con cara de asco.
Amparo fue de las pocas que nos apoyó.
—Pues a mí me caen bien —dijo.
Al final, como solía pasar, todo quedó en nada y ellas empezaron a venir de manera regular.
Tere y yo estuvimos saliendo durante aquel invierno, apenas unos meses después de aquella fiesta, y el verano siguiente. Nos veíamos en el parque, con todos los demás.

De esa etapa apenas conservo recuerdos, así que supongo que nuestra relación no fue demasiado intensa en aquellos tiempos. Era una presencia constante y agradable, pero sin la magia que vendría después.
Mientras tanto, mi amistad con Jaime crecía alrededor de la música. Solíamos quedar para tocar la guitarra en mi estudio, y disfrutábamos mucho de esos ratos. Fue él quien, una tarde después de Navidad, llegó con una noticia.
—He estado en casa de Ismael, se ha comprado una batería alucinante. Tienes que venir a verla.
Así conocí a «los pollos», unos frikis de los Beatles que intentaban hacer música en un piso vacío, propiedad de los padres de Ismael. Aquel invierno, Jaime y yo fuimos muchas veces a tocar con ellos, a enseñarles algunas cosillas y a pasar el rato. Recuerdo lo que les costó coger los primeros acordes de «My Sharona»; cada ensayo era una mezcla de entusiasmo, ruido y paciencia infinita.

No sabíamos entonces que ese local se convertiría en el epicentro de nuestras vidas.
Llegó julio de 1980. Y con él, la explosión.
El local de los pollos se transformó en la sede oficial de las fiestas del grupo. Instalamos tocadiscos, luces, altavoces…, y aquello acabó siendo una discoteca perfecta. «Staying alive», «Daddy cool», «Show me the way»… sonaban sin parar, rebotando en las paredes desnudas mientras nosotros creíamos que la noche era infinita.
Y aquel verano se convirtió en uno de los mejores de nuestras vidas. Tere y yo vivimos una de nuestras épocas más felices.
Solíamos tumbarnos en una colchoneta cerca de la puerta y pasábamos las tardes enteras juntos, charlando, abrazándonos y besándonos sin parar. La recuerdo radiante, riéndose por todo. Era maravilloso estar a su lado.

—Pero ¿quieres no ser cerdo? —me decía riendo cuando me tumbaba boca arriba para verle las bragas a las chicas que pasaban.
—Este es un buen sitio, tiene buenas vistas —le contestaba yo.
Era cariñosa y juguetona. Nos pasábamos el día haciéndonos cosquillas. Me encantaba jugar con ella.
—¡Te he dicho mil veces que fumar es malo! —me retaba riendo mientras me quitaba el mechero y se lo escondía en las tetas.
—Fumar es malo, pero ese mechero lo quiero —gritaba yo mientras me revolcaba con ella para recuperarlo. Desde la discoteca, a través de las paredes, llegaba «I love to love» marcando el ritmo de nuestra pelea absurda.

Fue una época emocionante y divertida. La adoraba.
Algunas noches buscábamos la intimidad en el campo de los aviones.

Otras, íbamos a La Cañada a tomar algo con los amigos. Siempre nos movíamos con la moto, aquella moto amarilla que tanto nos gustaba.

Era divertida, alegre, juguetona, cariñosa, inteligente y preciosa. Aquella chica de quince años me tenía absolutamente fascinado.
Una de esas noches, en el local, encontramos un cuarto vacío.
—Aquí no nos ve nadie —le dije.
—Pero… si está lleno de escombros y telarañas —respondió ella.
Tenía razón, aquello parecía la cueva de Batman después de un terremoto, pero me siguió adentro.
Yo estaba nervioso. «Madre mía, qué enrolladito está esto, tendré que desenrollarlo.», pensé mientras intentaba colocarme un condón por primera vez. «¡Joder, si se queda pegado!». «A ver así». «Jo, macho. Esto es más difícil que el teorema de Fermat». Empecé a sudar… «Vamos, Vicen. Que tú puedes». «Ahora entiendo la risita del tío de la farmacia, me los ha dado pequeños. Será cabrón».

Entre los nervios y tanto toqueteo, el desenlace fue inevitable: me corrí con el condón todavía en la mano. «¡Hala, ya la he cagao! ¡Toma gatillazo!». Me dio una rabia tremenda.

La sonrisa contenida de Tere me susurraba que se estaba muriendo de risa por dentro mientras miraba cómo me hacía la picha un lio, pero tuvo la delicadeza de no decir nada.

La verdad es que nuestro primer intento fue un puñetero desastre.
Pero no importaba. Aquel verano fue genial. Éramos felices, estábamos enamorados, y sentir que estábamos juntos era lo mejor que nos había pasado en la vida. Fue entonces cuando sentí, muchas veces, la verdadera magia de Tere, que conseguía ponerme los pelos de punta y la carne de gallina.
Los pavos
Aquella tarde de septiembre no fue solo una discusión entre amigos. Bajo la rabia y los reproches, algo más profundo empezó a moverse en mí: una grieta que separaba la adolescencia compartida de la soledad que me esperaba. Lo que parecía un simple ultimátum se convirtió en el detonante de una retirada que marcaría el rumbo de mi vida. Desde entonces, nada volvió a ser igual.
A finales de aquel verano, en septiembre, se produjo una discusión horrible entre los chicos del grupo y se formaron dos bandos. Unos defendían una postura y otros, la contraria.

De repente, amigos de siempre, grandes amigos, me exigieron que tomara partido.
Por un lado, estaban ellos, mis compañeros de adolescencia; por otro, un grupo más reciente con el que Tere tenía mayor afinidad. El grupo de Tere se quedó en el local de los pollos. Los otros alquilaron un nuevo local al que llamaríamos «los pavos». Y entonces llegó el ultimátum.
—O estás con nosotros o contra nosotros —me dijo Ali—. Además, tenéis que pagar los altavoces que os habéis quedado.
—Iros a la mierda —les contesté. Y me fui.
Ese fue el final de mi relación con mis grandes amigos y amigas de la adolescencia. No volví a salir con ellos, excepto con Abe, con quien mantuve una excelente relación durante años.
Y entonces, con «Hotel California» sonando de fondo, me quedé en casa, dándole vueltas a todo. Estaba muy dolido. Sentía que mis amigos no se habían portado bien, me habían cabreado profundamente. Pero bajo la rabia había algo más: una sensación extraña, casi familiar que no supe reconocer entonces.
Durante cinco años, el grupo había sido mi refugio. Yo, que siempre había sido introvertido, había vivido una adolescencia que no me correspondía: ruidosa, social, luminosa. La explosión del grupo fue la excusa perfecta para que mi verdadera naturaleza reclamara su sitio. Fue un repliegue. Una vuelta a casa, a mi yo interior.

Y en esa retirada, Tere quedó atrapada sin quererlo.
No supe cómo seguir viéndola sin enfrentarme a todo aquello que me estaba desbordando. No era ella el problema; era yo, mi incapacidad para sostener una relación individual cuando todo mi mundo social se había derrumbado. Así, mi mente —muy lista ella— encontró la solución más absurda: «Tere no es la mujer de tu vida».
Esa maldita idea que se había introducido en mi cabeza tres años atrás salía ahora a la luz, sin yo quererlo, como una alimaña agazapada que por fin encontraba su momento para atacar.
Me encerré en casa y empecé a trabajar con mi padre. Ese curso me matriculé en COU en horario nocturno para poder dedicar el día al trabajo. Dejé de salir con los amigos. Tere vino a casa varias veces. Me alegraba muchísimo de verla, pero mi decisión estaba tomada. Mis sentimientos gritaban: «Por favor, abrázala, es Tere, la adoras». Pero mis pensamientos sentenciaban: «Ella no es la mujer de tu vida, olvídala cuanto antes».
Tere siguió viniendo a casa a verme durante un tiempo. Ella esperaba que se me pasaría y que volveríamos a estar como antes.

Pero, como casi siempre en mi vida, y es mucho más habitual de lo que me gustaría, mis pensamientos tenían mucha más fuerza que mis sentimientos. Mi razón se impuso con violencia sobre mi corazón.
Pasaron los meses y mi vida se volvió cada vez más silenciosa. Yo seguía aferrado a aquella idea absurda, intentando convencerme de que podía vivir sin ella. No sabía que esa mentira estaba a punto de ponerme frente al mayor error de mi vida.
Debajo de la mesa
Lo que ocurrió debajo de aquella mesa fue más que un gesto escondido: fue el choque brutal entre mi corazón y mi razón. Y en esa batalla, la mentira de un amigo pesó más que el amor de mi vida. Una decisión equivocada que nos alejó durante años.
Un día de noviembre, al salir del instituto, estábamos sentados en la furgoneta, escuchando a Jeff Beck, cuando Jaime me preguntó:
—¿Qué tal tu relación con Tere? ¿Ya no estáis juntos, verdad?

—Realmente no —le contesté, casi como un autómata—. Ella no es la mujer de mi vida.
Jaime dudó un instante.
—¿Te importa si le pido salir? Ella me gusta mucho y quisiera pedírselo.
—Mira, Jaime —le dije, y cada palabra me pesaba—, quiero muchísimo a Tere. Si ella te acepta, no se me ocurre nadie mejor con quien pudiera estar. Eres una buena persona, te admiro y sé que la vas a tratar bien. Cuídala, por favor.
Un par de semanas después, Jaime me contó que habían empezado a salir.
—Sólo como amigos —matizó—, pero me gusta mucho y estoy muy ilusionado.
Nos veíamos casi todos los días en el instituto, y él me iba contando que seguía con Tere y que las cosas les iban fenomenal. Yo me alegraba, o me obligaba a alegrarme.
Llegó la Nochevieja de 1980. Estaba en el estudio cuando sonó el timbre. Abrí y era Tere. Hacía meses que no la veía. Un golpe de alegría me recorrió el cuerpo y tuve que contenerme para no abrazarla allí mismo.
—Hola Tere, cuánto me alegro de verte.
—Hola Vicen. Esta noche hay cena en mi casa, vendrán todos, ¿quieres venir?
Por favor…, decía el brillo de sus ojos.

—Sí, me vendrá bien salir un poco —acepté.
Reconozco que no me apetecía mucho, pero la idea de volver a verla me podía. Estaba guapísima.
Ya en la cena, estábamos todos sentados a la mesa. El ambiente era de fiesta y alegría, y me sentí bien de volver a ver a mis amigos. Pero mis ojos no dejaban de buscar a Tere. La miraba de reojo continuamente, estaba preciosa. Noté que ella también me miraba. Me moría por abrazarla. A mi lado, Jaime charlaba animadamente conmigo.

Y entonces, mientras sonaba «How deep is your love», en mitad de la cena, sentí algo en mis piernas.
Extrañado, levanté el mantel y la vi. Tere estaba debajo de la mesa, sentada en el suelo, abrazada a mis piernas y con la cabeza apoyada en mis rodillas. Esa imagen la tengo grabada a fuego en la memoria. Me miraba a los ojos desde abajo, y yo la miraba, y un impulso irrefrenable me gritaba que me metiera debajo de la mesa con ella y la abrazara sin pensar en nada más. Le acaricié la cabeza.

En ese momento, Jaime, que estaba a mi lado, vio la escena. Me miró a los ojos, con una expresión seria y dura.
—¿Qué está pasando? —me susurró.
Lo que yo no sabía entonces, y lo que convierte este recuerdo en algo tan doloroso, es que la historia era mucho más complicada. Muchos años después, Tere me contó que en aquellos momentos ella no salía con Jaime. De hecho, no tenían ninguna relación. Él me había estado contando una versión que no era cierta.
Con la perspectiva que dan los años, he intentado entender por qué lo hizo. La imagen que yo tenía de él no era la de un mentiroso; yo lo quería y lo admiraba muchísimo. Jaime era un alma solitaria. Nos habíamos conocido en el colegio y nuestra amistad se había forjado alrededor de la música, en mi estudio. Él no pertenecía al grupo, nunca salimos de fiesta juntos. Todo lo que yo sabía de su vida era lo que él me contaba, y sospecho que la imagen que yo tenía de él no era del todo real.
Quizá —y esto es solo una suposición que hago para intentar perdonarnos a todos—, él le pidió salir a Tere y ella lo rechazó —Tere no lo recuerda—. Y quizá, para no romper esa imagen de galán infalible que quería proyectar, no se atrevió a admitir la negativa. Pudo pensar que si me decía que estaban juntos, yo me mantendría al margen y él tendría más tiempo para que ella, con suerte, cambiara de opinión. No lo sé. Solo sé que en mi corazón, él no era una mala persona.
Si yo hubiera sabido la verdad en ese instante, mi vida, nuestras vidas, habrían cambiado de rumbo. Pero no fue así.
Con todo el dolor de mi corazón, empujé suavemente su cabeza para apartarla. Ella se aferró con más fuerza, pero entendió lo que le estaba pidiendo. Dejó de abrazarme.

Tras unos segundos inmóvil debajo de la mesa, salió por el otro lado y se fue a la cocina.
Mi corazón me suplicaba: «Por favor, ve con ella y abrázala con todas tus fuerzas». Pero mi cabeza, fría y leal a una mentira, sentenció: «Jaime es tu amigo. Tú ya tomaste tu decisión. Ahora es su novia».
Me quedé donde estaba. Tere volvió a la mesa instantes después. Ella no sabía que yo pensaba que salía con Jaime. Con su abrazo, me había pedido volver, y lo único que recibió a cambio fue mi rechazo.
Después de cenar, le dije a Jaime:
—Me voy. Dile a Tere que me he alegrado mucho de verla.
Me fui sin despedirme de nadie más. En el camino de vuelta a casa, la escena se repetía una y otra vez en mi cabeza: sus ojos brillando desde debajo del mantel, suplicando un abrazo que nunca llegó. Sentía que había traicionado no solo a ella, sino también a mí mismo. Me invadía la certeza de haberle hecho daño, y eso me desgarraba. La quería con toda mi alma, y sin embargo me encontraba atrapado en una contradicción insoportable: ¿cómo podía haber llegado a una situación así? No sabía si el mundo era cruel o si el verdadero miserable era yo.

Tiempo después, Jaime me contó que Tere había estado preguntando por mí al verme marchar.
Empezaron a salir, de verdad esta vez, después de aquella Navidad. Tere estaba profundamente dolida conmigo. Años más tarde me confesó lo que pensó entonces: «Si Vicen pasa, ya me da igual». Esa frase tan sencilla y tan dura, resumía el abismo que se había abierto entre nosotros. Pasado nuestro verano mágico en los pollos, yo me había comportado como un auténtico cerdo, incapaz de estar a la altura de lo que ella merecía.
Mientras caminaba por las calles vacías de aquella Nochevieja, supe que algo se había roto para siempre. No entre Tere y yo, sino dentro de mí. Entendí que a veces el silencio pesa más que cualquier palabra. Ese silencio nos separó durante años.
Una promesa en la oscuridad
Estábamos solos en mi antigua casa, que ahora era la suya. Ella no paraba de reír, de buscarme, haciéndome cosquillas en la escalera. Yo intentaba resistirme, ser leal a mi amigo. Pero al día siguiente, cuando volvió a abrazarme, supe que era inútil. Y esa vez, sencillamente, no pude más.
Estuvimos casi un año sin vernos. Jaime me contaba que seguían saliendo y que las cosas les iban genial; que iban a conciertos, al cine y salían por ahí con Toni y Merche. Y yo me alegraba, o al menos me decía a mí mismo que me alegraba, de saber que ella era feliz.
Una tarde apareció para enseñarme su moto nueva, y su alegría contagiosa me envolvió como un abrazo.

Desde entonces, de vez en cuando venía a verme, y aquellas visitas improvisadas, entre risas y confidencias, me devolvían la certeza de que, aunque la vida nos separara una y otra vez, ella seguía siendo mi refugio.
Era agosto de 1982, dos años después de aquella Nochevieja. Hacía muchos meses que no veía a Tere y yo acababa de terminar mi primer curso en la facultad. El destino, a veces, tiene una forma muy curiosa de mover sus fichas. Una tarde, mi padre me preguntó de la nada:
—¿Qué tal es la familia de Tere?
—Pues normal, ¿por qué? —le contesté.
—Dice Lolita que estarían interesados en alquilar la casa de Salvador Giner.
La casa de Salvador Giner. Mi casa. El lugar donde había crecido.
Una ilusión extraña me recorrió por dentro al pensar que Tere iba a vivir entre las mismas paredes que yo, que iba a dormir en la misma habitación donde yo había dormido tantas veces. Me invadió una ternura inesperada.
Una semana después, como si todo estuviera escrito, Tere apareció en mi puerta.
—Estamos haciendo la mudanza a tu antigua casa. Tú que sabes de electricidad, ¿por qué no me ayudas a desmontar y montar las lámparas?
En su voz noté algo más que una simple petición de ayuda; era una invitación.
—Claro —le dije.
—Vale, mañana te recojo después de comer.
Al día siguiente me recogió ella con su moto y fuimos a su antigua casa. Ya estaba vacía, un esqueleto de lo que fue, con solo las lámparas colgando del techo como testigos mudos.
Esa fue una tarde muy especial. Hacía mucho tiempo que no estaba tan bien con ella. Esa «química» que siempre habíamos tenido lo llenó todo desde el primer instante. Estaba muy animada, y su alegría me contagiaba. La miraba subida en la escalera, preciosa, y tenía que hacer un esfuerzo consciente para no abrazarla. Y no era fácil, porque ella parecía empeñada en derribar mis defensas con juegos y risas. Tequila y su «Salta» atronaba en el radiocasete, como si celebrara la escena por su cuenta.

—¡Cuidado con esa pierna, que te caes! —me dijo riendo mientras yo estaba subido en la escalera.
—¿Qué pierna? ¿Qué dices?
—Esta pierna —respondió, haciéndome cosquillas en el muslo sin parar de reír.
En ese gesto la reconocí. Era ella, mi Tere de siempre.
Cuando terminamos, me senté en el suelo del pasillo a fumar un cigarro. Ella se sentó a mi lado, me miró a los ojos sonriendo y, sin mediar palabra, me abrazó. Sentir su cuerpo junto al mío fue casi insoportable. «¡Dios mío, no!», pensé. «¿Cómo puedo aguantar esto?».
Cuando me abrazó, sentí una contradicción brutal. Deseaba rodearla con todas mis fuerzas, perderme en ella y no soltarla jamás. Pero al mismo tiempo, la lealtad hacia Jaime me atenazaba, recordándome que aquel instante era un límite que no debía cruzar. Y lo peor era saber que, en el fondo, esa situación la había provocado yo mismo, con mis decisiones, con mis silencios. Quería desaparecer, huir de todo, y a la vez quedarme allí, eternamente, enredado en sus brazos.
Desde que me encerré en casa, apenas tuve contacto con los amigos. Jaime era el único con el que mantenía una relación constante. Él venía muchas veces a tocar la guitarra y en nuestras conversaciones siempre aparecía Tere. Me contaba lo que hacían, cuánto se querían, sus planes de futuro.
Recuerdo una tarde en concreto, entre acorde y acorde. Jaime dejó la guitarra a un lado y, con los ojos brillantes, me habló de su marcha al servicio militar. Me describió con un dolor inmenso la imagen de su despedida: él pegado a la ventanilla del autobús, «The final peace» en sus auriculares, y Tere sola en el andén, haciéndose pequeña mientras le decía adiós con la mano. «Se me partió el alma, Vicen. No sé cómo voy a aguantar sin verla durante semanas».
Y yo no podía hacerle esto.
—¿Y Jaime qué? —fue lo único que acerté a preguntar.
—No quiero hablar de Jaime —susurró, abrazándome con más fuerza.
No sonaba a un desafío, sino a una súplica, como si nombrar la realidad fuera a romper el frágil hechizo que nos envolvía.
—Pero él es mi amigo y no quiero hacerle daño.
—Lo siento —dijo casi en un sollozo, apoyando su cabeza en mi hombro.
Ese «lo siento» no era para mí, ni para ella. Era un lamento por Jaime, por la lealtad rota, por la imposibilidad de la situación.

Con todo el dolor de mi corazón, la separé de mí con cariño.
—Vámonos, por favor —dije mientras me levantaba.
Era la segunda vez que la rechazaba. Y dolía igual o más que la primera. No quería hacerlo; todo mi ser pedía abrazarla, quedarme allí, rendirme a lo que sentía. Pero no fui capaz de traicionar mi amistad con Jaime. Aquella lealtad mal entendida pesó más que mi propio corazón.
Me llevó a casa con la moto. Antes de irse, me miró.
—Mañana te recojo para montar las lámparas en la casa nueva.
—Sí, claro, pasa después de comer —le contesté.
Nos sonreímos. A pesar de todo, era ella. Mi Tere de siempre.
Esa noche, ya en la cama, no podía quitarme la escena de la cabeza. Me sentía fatal, con una mezcla de culpa y desasosiego que no me dejaba dormir. Me juré que no volvería a hacerlo, que no volvería a rechazarla jamás, pasara lo que pasara. No podía permitirme herirla ni herirme más.
Al día siguiente, la escena se repitió en mi antigua casa, ahora su nuevo hogar. El ambiente era el mismo: Tere estaba contenta, juguetona, adorable. Pero la tensión de la tarde anterior seguía flotando en el aire. En un momento dado, cuando yo bajaba de la escalera tras colocar una lámpara, me miró a los ojos, sonrió y me abrazó de nuevo.
Y esa vez, sencillamente, no pude más. Aquella promesa que me hice en la oscuridad se impuso con una claridad absoluta.
La abracé con todas las fuerzas que había estado conteniendo. Dios mío… ese abrazo tan deseado. Sentir el estrecho contacto de su cuerpo, esa magia tan brutal que tenía recorriéndome de los pies a la cabeza. Nos separamos apenas un centímetro para mirarnos a los ojos, respirando con dificultad. Y nos comimos a besos.

—Te quiero, Vicen —dijo, aferrándose a mí.
—No me digas eso, por favor.
—¿Por qué no?
—Porque te lo vas a creer.
—¿Creer qué?
—No me lo digas, por favor.
Y aún así, mientras la tenía entre mis brazos, supe que nada volvería a ser igual. Que aquel beso no era un impulso, sino el punto de no retorno que llevaba años esperando.
Una noche preciosa
Aquella noche no fue sólo un encuentro: fue un regreso a casa. Entre silencios y susurros, descubrimos un lenguaje que habíamos callado demasiado tiempo. Y en esa entrega, comprendí que la felicidad podía ser tan simple como dormir a su lado.
La llegada de Abe fue el catalizador. Al vernos juntos en la casa nueva, su alegría fue tan genuina que nos arrastró.
—¡Estáis juntos! ¡Esto hay que celebrarlo! —dijo.
Aquella noche, en el Café Madrid «Your Song» inundaba el ambiente. Borrachos de felicidad y de alcohol, nos dimos permiso para ser nosotros mismos en público por primera vez.

Pero al día siguiente, la resaca —emocional y literal— trajo la realidad.
—Tienes que decírselo a Jaime —le dije.
—Sí, esta noche se lo digo —prometió ella.
Pero esa noche no llegó. Ni la siguiente. Tere se encontró atrapada en un conflicto emocional que la desbordaba: la fidelidad a Jaime, que no quería traicionar, y la fidelidad a sí misma, que la empujaba hacia mí. Su corazón, dueño absoluto de sus decisiones, se debatía entre la culpa y el deseo, incapaz de elegir sin romperse por dentro.
Entramos así en una etapa de arenas movedizas que duró meses. Salíamos con Abe, vivíamos nuestra historia, pero la sombra de Jaime siempre estaba ahí. Yo, en mi burbuja por haberla recuperado, y sintiéndome responsable de la situación, decidí no presionar; me bastaba con tenerla a mi lado. Y Jaime… Jaime sospechaba. A pesar de que seguíamos viéndonos para tocar la guitarra, él nunca me hizo ningún comentario. Adoraba a Tere y no se atrevió a ponerla en la tesitura de tener que elegir. «Sé que me quiere», me dijo meses después con una tristeza infinita, «cuando no estás tú». Prefería una verdad a medias que perderla del todo. Fue una época compleja, dolorosa y hermosamente terrible para los tres.
Era diciembre de 1982. En aquella época, Tere cuidaba a una niña llamada Iris, hija de Nani, una madre soltera de unos veintimuchos años que estaba pasando una temporada en Valencia.
—La madre de Iris no conoce a nadie —dijo Tere—. Quizá podría salir con nosotros algún día.
A Abe, por supuesto, le encantó la idea.
—Perfecto! Que venga este sábado a tomar algo.
Y así, ese sábado por la noche, salimos los cuatro. La velada fue fácil y divertida, como si nos conociéramos de siempre. Nani y Abe conectaron al instante, enfrascados en una de esas conversaciones que aíslan del mundo. Tere y yo los observábamos con una sonrisa cómplice, disfrutando de nuestra propia burbuja de calma.

En un momento dado, Nani propuso:
—Si queréis, podemos dormir en mi casa.
Cuando terminamos la ronda de bares y nos dirigíamos en el coche a su casa, sonando «Mi unicornio azul» en la radio, el corazón empezó a latirme con fuerza. La noche podía terminar allí, o podía empezar de verdad. En la penumbra del coche, con el murmullo de Abe y Nani delante, me incliné hacia Tere y le susurré la pregunta que me quemaba por dentro:
—¿Duermes conmigo?
Sentí su sonrisa antes de verla. Me rodeó con sus brazos y, acercando sus labios a mi oído, respondió con un simple y rotundo susurro
—¡Claro!
Un escalofrío de nervios y felicidad me recorrió entero. Iba a pasar mi primera noche con Tere.
Al llegar a casa de Nani, todo fluyó con naturalidad. Abe y ella se retiraron a una habitación, y nosotros a otra.
Cuando la puerta de la habitación se cerró, el resto de la casa desapareció. Quedamos solo nosotros dos y un silencio denso, cargado de todo lo que habíamos callado durante años. No hubo torpeza, ni prisa. Fue un descubrimiento lento, un lenguaje de piel y susurros que llevábamos demasiado tiempo necesitando hablar. Fue un volver a casa, un reconocerse en el cuerpo del otro.

Fue en mitad de esa entrega cuando las palabras empezaron a brotar, casi involuntarias, como una verbalización de lo que estábamos sintiendo.
—¡Te noto dentro! —decía ella, con los ojos cerrados—. ¡Te noto dentro!
—¡Guau, me noto dentro de ti, Dios mío! —respondía yo.
—Entra más, por favor, un poquito más. Te quiero. Te quiero, Vicen.
Recuerdo el silencio que vino después, un silencio lleno de paz, nuestros cuerpos todavía entrelazados. Recuerdo quedarme despierto solo para verla dormir a mi lado, la respiración tranquila, su silueta dibujada por la tímida luz que se colaba por la persiana.
Nuestra primera vez fue mucho más que genial. Fue una revelación. Fue, sin ninguna duda, una de las noches más preciosas de mi vida.
Titaguas
En abril de 1983, la vida me ofreció una tregua. Durante cinco días, el río y las montañas nos regalaron un refugio fuera del tiempo, donde todo lo que dolía desapareció y solo quedó la alegría de estar juntos.
Después de aquella noche preciosa, volví a hacer lo que siempre hacía: desaparecí. Era mi mecanismo de huida, la forma en que mi cabeza, con su martilleo constante de «ella no es la mujer de tu vida», se imponía una vez más a todo lo que sentía. Me centré en mis estudios y apenas salí de casa durante meses, huyendo de ella, como lo hice durante años.
Un día, sonó el teléfono. Era Abe.
—Estas pascuas nos vamos de acampada —me dijo—. Mi padre nos va a sacar unas tiendas de campaña del ejército y nos vamos a Titaguas. Anda, vente.
—¿Acampada? ¡Mola! ¿Quiénes vais? —le pregunté, sintiendo cómo se removía algo dentro de mí.
—Mi hermana, Ana, Jose….
—Vale, voy.
Hubo una pequeña pausa al otro lado.
—Me ha dicho que no te lo diga —continuó Abe—, pero ha sido Tere quien me ha pedido que te llame.
Se me encogió el corazón.
—¿Ella va?
—Sí, pero ya has dicho que vienes —respondió, con un tono de jaque mate amistoso.
—Sí, voy, claro que voy —le contesté, sintiendo cómo una sonrisa se abría paso entre todas mis defensas.

La idea de pasar unos días con Tere, todo el día y toda la noche juntos, era irresistible.
Aquella fue nuestra primera acampada. Haríamos muchas más en el futuro, pero los recuerdos que tengo de Titaguas son, sencillamente, inolvidables.
Pasamos allí cinco días y cuatro noches. Éramos unos doce amigos repartidos en cuatro tiendas. En un pacto no hablado, Abe, Tere y yo acabamos durmiendo en la misma. Acampamos en un sitio perfecto, junto al río, solos y alejados de los turistas.
Todos nos conocíamos desde hacía años. Entre risas, charlas, juegos y comidas compartidas, pasamos unos días extraordinarios. Llevábamos una barca hinchable que nos permitió dar paseos por el rio.

Por las noches, hacíamos un fuego y las horas pasaban entre risas, historias y canciones que yo tocaba con la guitarra: «La casa del sol naciente», «Manha de carnaval», «Samba pa ti»…

Recuerdo la improvisada ópera rock de Caperucita y los gritos de Manolo desde la tienda de los chicos:
—¿Cómo están esos conejitos?
—¡Calentitos! —respondía Pili desde la de las chicas.
Durante esos cinco días, Tere y yo pasamos cada minuto juntos. Fueron días de un romanticismo sencillo y puro. El mundo exterior, con sus dilemas y complicaciones, dejó de existir.
Fue poder dormir a su lado, sentir el calor de su cuerpo junto al mío en el saco de dormir. Fue poder acariciar su pelo mientras dormía y despertarnos juntos con la luz del alba, riendo por nada, y poder abrazarla a todas horas sin excusas ni interrupciones. Fue la intimidad de verla vestirse y desnudarse con total naturalidad, peinarse, lavarse la cara en el agua helada del río. Estaba absolutamente preciosa, permanentemente contenta y cariñosa.
Volvimos a reír juntos como no lo hacíamos desde aquel verano lejano en los pollos.

Fueron cinco días fuera del tiempo, una burbuja perfecta. Absolutamente inolvidables.
Melocotones agridulces
Después de Titaguas, Tere y yo seguimos viéndonos hasta el verano siguiente. La distancia entre ella y Jaime se había hecho más grande; apenas se veían, aunque él seguía yendo a su casa de vez en cuando, en un intento de no perderla del todo.
Lo que empezó como un trabajo de verano se convirtió en un escenario de tensiones y canciones. Entre cosechas y guitarras, descubrimos que la dulzura podría ser amarga.
Era julio de 1983. Estábamos en casa de Abe, haciendo planes para las vacaciones.
—Desde que dejé Salvat estoy más pelao que una rata —dijo Jose—, así que conmigo no contéis.
Fue Mayte quien lanzó la idea:
—En estas fechas, en mi pueblo, contratan gente para recoger melocotones…
(Porque, claro, irse a Murcia en julio a trabajar de sol a sol es el plan de vacaciones soñado por cualquiera)
Una semana después, éramos unos diez los que nos embarcamos en la aventura de ir a Cieza. Íbamos Tere y yo, Abe y algunos más. Y entonces, a última hora, se apuntó Jaime. Su nombre en la lista lo cambió todo, cargando el aire de una tensión inevitable. Tere y yo estábamos juntos, y a Jaime, lógicamente, no le hacía ninguna gracia vernos así.
Acampamos junto al río, listos para empezar a trabajar al día siguiente. Tras la cena, con el buen tiempo, la gente se fue tumbando a dormir bajo los árboles. Pronto, todo quedó en silencio.
Tere y yo estábamos tumbados en una hamaca colgada entre dos chopos. Era delicioso poder abrazarla bajo las estrellas, me sentía increíblemente bien a su lado.
Empezó a hacerme cosquillas y se puso juguetona. En la quietud de la noche solo se oían nuestras risas contenidas.

De repente, el haz de una linterna rasgó la oscuridad a nuestro lado. Sutil, como un foco de interrogatorio policial. Era Jaime.
—¿Qué hacéis? —preguntó con voz plana.
—Pues nada, aquí —respondió ella.
—Vale —dijo él, y se fue.
Tere y yo seguimos jugando, pero poco después, a lo lejos, empezamos a oír las notas melancólicas de una guitarra. Era Jaime, tocando en la oscuridad.
Al día siguiente, después de comer, yo estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en un árbol. Jaime se acercó con la guitarra y se sentó a mi lado. Empezó a tocar una melodía preciosa que llamó mucho mi atención. Tras unos minutos, sin dejar de tocar y con la vista perdida en el mástil, soltó:
—¡Te estaba haciendo cosquillas en tus partes!
—Ya —acerté a decir—. Estábamos jugando.
—¡Jugando, cabrones! —dijo con pesar—. ¡A mí nunca me hacía esas cosas! Anoche escribí una canción para ella. ¿Quieres oírla?
—Claro —le dije.
Jaime siempre había sido bueno componiendo, pero lo que tocó en ese momento fue otra cosa. Fue la canción más preciosa que había creado en su vida, y seguramente, la más bonita que compondría jamás. Se me pusieron los pelos de punta. La letra, la música… todo en ella era de una belleza desgarradora.
—¿Qué te parece? —me preguntó cuando terminó.
—Jaime, es lo más bonito que he oído en mi vida.
—¿Crees que le gustará?
—Le va a encantar, estoy seguro.
Esa noche, después de cenar, en la tertulia alrededor del fuego, Jaime tocó su canción.
A Tere nunca le ha sido fácil llorar; solo la he visto hacerlo un par de veces en la vida. Y no lloró. Pero su rostro en aquel momento era el de alguien que lloraba por dentro. La canción le había llegado directa al corazón. Nos llegó a todos.

Por lo visto, ese año hubo una mala cosecha de melocotones. Al día siguiente nos volvimos a casa, todos con los bolsillos vacíos y el corazón un poco más pesado.
No. Quiero tenerlo
Dos palabras pronunciadas en soledad cambiaron el rumbo de nuestras vidas. Lo que parecía una decisión imposible se convirtió en un acto de valentía que nos dejó a todos, especialmente a mí, al descubierto.
Unas dos semanas después de la agridulce vuelta de Cieza, cuando Tere tenía apenas diez y siete años, la vida decidió que ya habíamos jugado suficiente. Se acabaron las canciones, los bailes y los juegos de niños. De golpe, la realidad nos pasó por encima. Aquella tarde, mientras en la radio sonaba «Por qué te vas», esa melodía triste que parecía burlarse de nuestra inocencia, Tere me miró con una seriedad que no le conocía y soltó la bomba:
—Tengo ya tres faltas, creo que estoy embarazada.
La palabra «embarazada» no cayó como una losa; cayó como una guillotina que cortó de raíz nuestra adolescencia. Era un territorio para el que no teníamos mapas. Mi reacción fue la de un niño atrapado en un traje de adulto que le venía grande.
—¡Ostras! —fue lo único que acerté a decir, con la voz temblorosa—. Y ahora, ¿qué hay que hacer?.
—No lo sé —respondió ella, con un hilo de voz—. ¿Tú qué vas a hacer?
Ella estaba muy preocupada por cómo iba a reaccionar yo.

Yo me quedé paralizado. El miedo me vació por dentro.
—No lo sé —repetí, como un autómata.
—No sé si es tuyo o de Jaime. Hace tiempo que no estoy con él, pero si hace más de tres meses…
La duda de la paternidad flotaba en el aire, pero en ese momento era lo de menos. Lo urgente, lo aterrador, era el hecho en sí.
—¿Puede ser una falsa alarma? —insistí, aferrándome a un clavo ardiendo, buscando una salida de emergencia que no existía.
—No lo creo.
Cuando se lo contó a Jaime, él reaccionó con la contundencia del pánico absoluto. No hubo dudas ni matices:
—¡Tienes que abortar!
Al día siguiente, le entregó un papel arrugado con la dirección de una clínica en Valencia. Un lugar clandestino, una solución rápida para borrar el «problema» y seguir siendo niños un poco más. Ella cogió el papel, pero en sus ojos se veía un mar de dudas.
Unos días después, fuimos a la clínica. Fue un acto de extraña camaradería, una procesión silenciosa de amigos acompañando a alguien al patíbulo. Algunos entraron y se quedaron en la sala de espera, bajo luces fluorescentes que zumbaban demasiado fuerte. Yo no tuve valor ni para eso. Me quedé fuera, en la calle, con Abe. Fumando un cigarro tras otro, mirando las baldosas de la acera, incapaz de levantar la vista hacia la ventana tras la que ella estaba decidiendo su vida. Fue una metáfora perfecta de mi posición en aquel momento: yo estaba allí, sí, pero me mantenía al margen, en la calle, a salvo del frío de la consulta.
Ella entró sola. Completamente sola. Le hicieron una ecografía.

El médico, un hombre acostumbrado a gestionar miedos ajenos, le confirmó que estaba de cuatro meses.
—Aunque estás de cuatro meses, el feto es muy pequeño —le explicó—. Todavía estamos a tiempo si quieres abortar. Es ahora o nunca. ¿Estás segura de que quieres hacerlo?
Y entonces, en esa sala fría, sin mi mano para apretar, sin la de Jaime, sin nadie más que su propia conciencia y el latido que llevaba dentro, Tere se hizo gigante. Miró al médico y pronunció las dos palabras que dinamitaron el guion que todos habíamos escrito para ella:
—No. Quiero tenerlo.
Cuando salió y nos dio la noticia, el tiempo se detuvo. Se hizo un silencio denso, incómodo. Las chicas murmuraban, los chicos mirábamos al suelo. Nadie sabía qué cara poner ante una valentía que nos dejaba en evidencia. Fue Ana, la loca, quien rompió el cristal. Se acercó a Tere, la abrazó con una fuerza descomunal y gritó:
—¡Enhorabuena, Tere! ¡Embarazada, cómo mola!
Muchos pensaron que estaba fuera de lugar, pero se equivocaban. Aquel grito fue el aire que necesitábamos para respirar. Transformó una tragedia en una noticia.
Esa misma noche se enfrentó al juicio final: sus padres. Su madre se derrumbó, presa de los nervios y del «qué dirán», insistiendo en que debía abortar. El ambiente en esa cocina se podía cortar con un cuchillo. Y entonces, su padre se levantó. Se acercó a ella, le dio unas palmaditas en la espalda y dijo:
—Venga, vamos a cenar.
Paradójicamente, esa indiferencia fue lo que zanjó la discusión.
Tere y yo seguimos juntos hasta el parto, pero mi apoyo fue cobarde, lleno de asteriscos. Yo estaba allí, pero mi cabeza seguía buscando la salida de emergencia.
Recuerdo el momento más bajo de mi dignidad: la miré, con su barriga creciendo, notando las pataditas de su futuro bebé y le susurré avergonzado:
—No quiero casarme contigo.
«Al alba» giraba en el tocadiscos, con esa tristeza quieta que parecía quedarse suspendida en el aire. Me miró un instante y bajó la vista sin decir nada. No hubo sorpresa en sus ojos, ni reproches; en el fondo, ya lo esperaba. Es una de esas frases que te persiguen toda la vida. Lo dije desde el miedo, desde el egoísmo de querer conservar una libertad que ya no existía.

Ni Jaime, que desapareció del mapa, ni yo, que me quedé a medias, estuvimos a la altura de las circunstancias. Afortunadamente, ella sí lo estuvo. Con una entereza admirable, entendió que estaba sola en la trinchera y decidió no mirar atrás. Ni sus padres ni Jaime ni yo la habíamos apoyado en su decisión.
Ella sabía lo que era cuidar; lo había hecho toda su vida con sus hermanos y con los niños de otras mujeres. Pero esto era diferente. Ahora el niño iba a ser suyo, solo suyo. Asumió su maternidad sin un solo reproche hacia nosotros, con un cariño y una ilusión que a mí me parecían, sencillamente, sobrehumanos.

En enero de 1984 nació David. En el bautizo estuvimos todos. José Ramón fue su padrino. La fiesta fue increíblemente alegre, pero yo no podía dejar de mirarla a ella. Tere estaba radiante, feliz, con David en brazos.

Ya no era la niña que se sentaba sobre la nevera en las fiestas. Se había transformado en una mujer fuerte, una madre leona que había mirado al abismo y había decidido saltar, confiando solo en sus propias alas.
Jaime no apareció por la fiesta, aunque su sombra se dejó ver en el fondo de la iglesia. Fue la última vez que lo vi. Simplemente, desapareció. No sé qué fue de su vida. Lo recuerdo con mucho cariño y supongo que, como todos, luchaba con sus propios fantasmas.
Entonces comprendí que la vida no espera a que uno esté preparado. La vida llega, golpea y exige. Y Tere, con su fuerza serena, me enseñó que la verdadera valentía no está en las palabras, sino en las decisiones que se toman en soledad.
El nacimiento de David no fue solo el inicio de su vida, fue también el inicio de la nuestra, aunque yo aún tardaría años en entenderlo.
Las bicis
Después de la tormenta, sentí la necesidad de volver a algo sencillo. Algo que fuera solo nuestro.
No teníamos bicis, ni dinero, ni un plan claro. Pero en ese primer viaje a Navajas, bajo la escarcha de diciembre, nos dimos cuenta de que no necesitábamos más. Solo dos ruedas, un camino por delante y el uno al otro.
Si tuviera que elegir un símbolo para nuestra relación en aquellos años, sin duda, sería la bicicleta. La bici nos mantuvo unidos, y muchos de los mejores y más libres momentos que pasamos juntos fueron sobre dos ruedas.
Era diciembre de 1984. Después de la tormenta emocional que habían supuesto los últimos tiempos, sentí la necesidad de volver a algo sencillo, a algo que fuera solo nuestro. Unos días antes de Navidad, le propuse a Tere:
—¿Qué te parece si cogemos un par de bicis, una tienda de campaña y nos vamos unos días por ahí, tú y yo solos?
Sus ojos se iluminaron.
—¡Tiene buena pinta! —dijo, emocionada—. Mamá, ¿te puedes quedar a David unos días?
Ninguno de los dos teníamos bici. Yo usé la de mi hermano; a ella se la prestó José Ramón. Compramos unos mapas del ejército y trazamos una ruta improvisada hasta el embalse del Regajo, en Navajas, buscando siempre las carreteritas secundarias, huyendo del mundo. Llevábamos lo justo: un hornillo, una tienda minúscula, los sacos de dormir y algo de ropa.
Fueron unos días sencillamente geniales. Éramos ella y yo, solos, con las bicis como única compañía. Nuestro ritmo era el de la improvisación. ¿Un sitio bonito? Parábamos a almorzar. ¿Un árbol gigante? La excusa perfecta para descansar a su sombra. ¿Un pueblecito? Allí comprábamos la comida del día. Por las noches, plantábamos la tienda donde nos pillaba: en el recodo de un camino, en un pequeño bosquecillo, bajo un puente. No nos importaba. Aunque era diciembre, el sol nos acompañó todos los días.

—¡Dios mío, esta subida me mata! —decía Tere, sin aliento.
—Ánimo que ya llegamos.
Cuando por fin coronábamos la cima, se encendía un cigarro.
—Necesito aire —decía, dando una calada.
—¿Estás loca? ¿Cómo fumas ahora?
—¡Quita, que esto me relaja!
Yo estaba a punto de escupir un pulmón por el esfuerzo y ella se encendía un Fortuna. La justicia deportiva, supongo.
Yo adoraba el esfuerzo físico, la conquista de la cima. Ella, lo sé ahora, lo soportaba con una paciencia infinita porque sabía la felicidad que a mí me producía. Y mi felicidad era la suya.
De vez en cuando, sin seguir un horario predefinido, hacíamos una pausa para comer algo y recuperar fuerzas. No importaba el lugar: podía ser a la sombra de un árbol, junto a la orilla de un rio o en cualquier claro del camino. Aquellos descansos improvisados tenían su encanto, no eran solo un momento para saciar el hambre, sino también para reír, compartir miradas y dejar que el tiempo se detuviera un instante antes de continuar la marcha.

—Esta noche hace más frío que ayer —dijo, frotándose las manos mientras levantábamos la tienda.
A nuestro alrededor, el bosque entero parecía dormido bajo un manto blanco de escarcha, silencioso y brillante en la penumbra.

Nos metimos en el saco y nos abrazamos. Enseguida, el frío se transformó en calor. Ella me hacía cosquillas, yo se las devolvía, y entre risas hacíamos planes para el día siguiente. Hicimos el amor, y nos quedamos dormidos, abrazados, dueños absolutos de nuestro pequeño mundo, ajenos a todo lo demás.

Esa noche el cielo nos obsequió con un regalo precioso: al amanecer, el bosque apareció cubierto por un manto de nieve inmaculada. A medida que avanzaba la mañana, la bruma se fue deshaciendo lentamente y un sol espléndido iluminó cada rincón.

Nos enamoramos de esa forma de viajar. Solos, todo el día y toda la noche. Disfrutando del camino, del silencio, de la paz. Disfrutando, sobre todo, de su compañía.
Aquel primer viaje fue la semilla de una tradición que duró años. El verano siguiente repetimos: montamos las bicis en el tren y nos fuimos a Gerona, a las faldas de los Pirineos. Salimos con las bicis muchas veces, se convirtió en nuestra forma preferida de pasar las vacaciones, hasta que, quince años después, la operaron de la rodilla y no pudimos hacerlo más.
Al final comprendimos que aquellas escapadas eran mucho más que viajes: eran nuestra forma de estar juntos, de alejarnos del ruido cotidiano y de sentirnos libres. La bicicleta nos llevaba a un espacio donde la naturaleza nos acogía y la intimidad se volvía absoluta, como si el mundo entero se redujera a nosotros dos y al camino por delante.
Y así, las bicis se convirtieron en el símbolo absoluto de nuestra relación. Fueron el latido compartido de nuestra libertad, el hilo que nos unía al paisaje y a nosotros mismos.
Los años oscuros
Me cuesta escribir este capítulo. Es la crónica de mi ceguera.
Es la historia de cómo, durante años, mi cabeza libró una guerra absurda contra mi corazón, y casi siempre ganó. Es el relato de cómo yo, en mi búsqueda de una idea, me empeñaba en huir de la realidad.
Los últimos años de la universidad fueron tiempos grises y confusos en nuestra relación. La definiría como una dolorosa intermitencia. Nos veíamos esporádicamente: a veces un fin de semana, a veces un mes entero, a veces un verano. Pero el patrón siempre era el mismo: yo acababa desapareciendo.
Recuerdo una conversación con Abe.
—Tere está loca por ti, lo sabes, ¿verdad? —me dijo.
—Lo sé —le contesté—. Y yo por ella.
—¿Entonces?
La respuesta que salió de mi boca fue la de siempre, la que usaba como un escudo, esa maldita idea de que no era «la elegida».
Mi vida era una batalla constante entre dos voces. Una, la de mis sentimientos, suplicaba: «La adoras, llámala, por favor». La otra, la de mis pensamientos, sentenciaba: «No es la mujer de tu vida, olvídala». Había temporadas en las que la primera voz parecía ganar, y entonces estábamos bien, éramos felices. Pero siempre, de forma inevitable, la segunda voz se imponía. Y yo desaparecía.
Y ella se quedaba esperando. Esperando mi próxima llamada.

Siempre que la llamé, ella estuvo ahí. Dejaba lo que tuviera entre manos, cancelaba cualquier plan, y venía conmigo. Siempre. No recuerdo ni una sola vez que me dijera «es que he quedado» o «no me apetece». Ni una mala palabra, ni un solo reproche. Solo la alegría sincera de volver a verme. Su corazón, siempre su corazón por encima de la razón. ¿Se puede querer tanto a alguien?
Su familia y sus amigos se lo decían: «¿Por qué no te olvidas de ese imbécil? ¿No ves que solo te busca cuando quiere?». Una vez, Manolo me lo soltó a la cara: «¡Joder, Vicen. Vienes, te la follas y desapareces!». Fueron palabras duras, pero describían la cruda realidad de mis actos. Nunca sentí desprecio por Tere, al contrario, siempre la adoré. Pero la verdad es que la llamaba, tomaba mi «dosis de Tere» y, tarde o temprano, me esfumaba.
Me porté como un cerdo. La traté muy mal, y me arrepiento profundamente. Gracias por haber estado siempre ahí, por quererme tanto.
Mientras tanto, en mis periodos de ausencia, yo seguía buscando a esa mujer ideal que me había inventado. Tuve algunas relaciones. Unas duraron apenas un mes; otras, más de un año. Ninguna era ella. Y entre una y otra, yo volvía a llamar a Tere. Y ella volvía a quedarse esperando.
Recuerdo especialmente mi relación con Mariví, una compañera de la facultad apasionada de la física y la filosofía. Era inteligente, dulce, cariñosa y muy mal hablada. A menudo, era ella misma quien sacaba el tema de Tere, como si viera mi contradicción con una claridad que a mí me faltaba.
Una vez, estudiando para un examen, empezó a divagar sobre Maxwell y la esencia de la física.
—¡Joder, Vicen! —me dijo de repente, besándome—. Te juro que no te entiendo. Tú, la teoría la tienes clarísima, pero en la práctica estás jodido.
—¿Y eso?
—¿Por qué coño estás ahora conmigo? —me preguntó con una voz sorprendentemente cariñosa—. ¿Por qué no estás con ella?
—Ella no es lo que yo busco, ya te lo he dicho —le contesté.
—¿Y yo sí? ¡Venga, no me jodas! ¡Si estás loco por ella!
—Ya, pero eso se pasa —intenté razonar.
—¡Teorías, gilipolleces! —estalló—. ¡Primero los hechos, luego la teoría! ¡Me cago en la puta! ¿Es que no te das cuenta de que estás actuando al revés?
Se hizo un silencio. Luego, bajó la cabeza y susurró:
—Lo que yo daría por que alguien me quisiera como tú la quieres a ella.
Me abrazó, sonrió, y cubriéndonos totalmente con la sábana, pegó su nariz a la mía y dijo con voz de niña:
—Anda, vamos a hacerlo otra vez, que me estás poniendo nerviosa.
Los años oscuros fueron un laberinto de huidas y regresos, de voces enfrentadas. Yo me empeñaba en inventar futuros imposibles, mientras ella, con la calma de quien ama sin condiciones, esperaba mi regreso.
Abe, Manolo, los amigos, su familia, la mía, Mariví… todos veían lo que yo me negaba a mirar. Todos menos yo.
Y en esa espera estaba la verdad que yo no supe ver: que ella ya estaba allí.
Momentos felices
Después de confesar mis sombras, necesito recordar la luz. Porque también la hubo. Hubo días, noches, veranos enteros en los que nada dolía. Instantes tan intensos que parecían capaces de salvarlo todo. Cuando estábamos juntos, éramos inmensamente felices.
—¡Venga, cobarde! —me gritaba ella riendo desde el agua.
Era Nochevieja, las tres de la mañana, y estábamos un poquito bebidos. Habíamos entrado con su moto en la playa de la Malvarrosa hasta la misma orilla. Ella, en un arrebato, se había metido vestida en el mar helado.
—¡La madre que te parió, estamos locos! —le contesté, tiritando de frío y de risa mientras me acercaba.

Se lanzó sobre mí y nos revolcamos en el agua.
—¡Joder, qué fría!
Fue divertidísimo, hasta que tuvimos que volver a Paterna en moto, totalmente empapados.
Entramos en su casa de puntillas.
—¡Ssss! —susurraba ella, muerta de risa—. Que no nos oiga mi madre!
Nos quitamos la ropa mojada, nos metimos en su cama y nos abrazamos para entrar en calor. Lo peor, sin duda, fue tener que volver a ponerme la ropa mojada para regresar a mi casa.
—¡El mejor melón que he comido en mi vida! —dijo Tere.

Estábamos en algún punto del camino hacia la sierra de Cazorla. Nos comimos el melón entero y seguimos pedaleando.
—Esta subida es imposible —se quejó ella.
—Quita, quita, ahora verás —le dije yo, arrogante.
Diez metros después, el pedalier de mi bici se pasó de rosca. «¡Hala, ya la he cagado!», pensé.
Tuvimos que empujar las bicis durante kilómetros hasta el siguiente pueblo, donde un mecánico, alucinando, exclamó:
—Jo, macho, ¿cómo has hecho esto?
—¿Se puede arreglar? —le pregunté.
Lo intentó, sí, pero acabó soldando los pedales al chasis, dejándolos totalmente agarrotados.
Esa misma tarde cogimos un tren de vuelta a Valencia, frustrados y en silencio. Fue un regreso triste, muy lejos de lo que habíamos imaginado al empezar el viaje, pero aun así satisfechos por haber compartido aquellos días juntos.
En el río Cabriel dejamos un coche al final del trayecto, esperándonos para la vuelta, y fuimos con la moto unos treinta kilómetros rio arriba; a ella le encantaba correr por los caminos de tierra. Habíamos planeado un descenso de varios días.

Ese año abrieron las compuertas del embalse y el río bajaba muy crecido. Al atravesar las Hoces, el cauce se estrechó.
—¡Qué pasadaaa! —gritaba Tere mientras la barca caía por una cascada de metro y medio—. ¡Nos empuja la corriente! ¡La roca, la roca!.

Chocamos y volcamos. Nos abrazamos bajo el agua, muertos de risa, mientras veíamos cómo la corriente se llevaba los sacos, la ropa y la comida. Por suerte, todo iba en bolsas estancas y pudimos recuperarlo más adelante.
No obstante, la mayor parte del tiempo el río avanzaba en calma, y pudimos saborear el paisaje, las águilas y halcones en los barrancos, la vegetación exuberante, el eco de nuestras voces y, sobre todo, la simple felicidad de nuestra compañía.

Fueron cuatro días mágicos, navegando sin prisa y durmiendo en cualquier claro de la orilla, bajo un cielo cuajado de estrellas, a la luz de la luna.

Cuatro días sin una sola presencia, solo nosotros dos y una intimidad arrolladora.
En los montes de Porta Coeli, nos metimos a explorar una cueva. Tras aproximadamente una hora, decidimos salir. O intentarlo.
—Por aquí no era, esto no me suena —dijo ella, mientras nos arrastrábamos por una galería medio inundada.
Estuvimos perdidos unos quince minutos hasta que desembocamos en una caverna enorme.
—¡Esto sí me suena! —exclamó, aliviada.
Nos sentamos en una roca, rodeados de estalactitas y del silencio más absoluto, apenas roto por el murmullo de algún riachuelo subterráneo lejano.
—Este es un sitio precioso para hacer el amor —le dije.
—Me encanta —respondió ella, abrazándome.
Y allí, a la luz temblorosa de la linterna, hicimos el amor.

Una mañana, en la sierra de La Calderona, su grito me despertó
—¡Vicen, mira esto!
Salí de la tienda y contuve la respiración. El cielo sobre nosotros estaba completamente despejado, no había ni una sola nube. Estaban todas debajo.
Hasta donde nos alcanzaba la vista, nos rodeaba un inmenso mar de nubes.
—Es como estar en el cielo —susurró ella.
Nos sentamos en una roca, abrazados, admirando en silencio aquel espectáculo. Y por un momento, lo estuvimos.

Y así eran nuestros momentos. Desde un desastroso arroz con bellotas que acabó sirviendo de abono para unas zarzas, hasta un baño nocturno en una calita de Calpe, desnudos bajo la luna, para aliviar las picaduras de unos mosquitos que parecían tigres. El escenario siempre era precioso, pero ella lo iluminaba con la ternura de su sonrisa y la calma de su presencia.
Hoy sé que fueron esos momentos los que nos salvaron. La risa compartida, la locura improvisada, la ternura de su mirada. Cada recuerdo es una prueba de que, pese a mis ausencias y mis errores, la felicidad existió, y la vivimos juntos, intensamente.
La chica de la fórmula
La vi el primer día de clase. Físicas por la mañana, Música por la tarde. El casco de una moto debajo del asiento. Un aire a Chelo. Mi estúpida fórmula de adolescente, esa lista de requisitos que me inventé con quince años, cobró vida de golpe. Las piezas encajaban con una precisión casi aterradora. «Es ella», me repetía, con una sacudida de nervios.
Era como si alguien hubiera dibujado, con precisión matemática, aquello que yo había soñado. Aunque aún no sabía el precio.
Era octubre de 1986 cuando empezó un nuevo curso en la facultad. Por aquel entonces, yo trabajaba con mi madre en la papelería por las tardes y acudía a clase por las mañanas, matriculándome de dos o tres asignaturas cada año para ir avanzando a mi ritmo.
Yo solía sentarme en la primera silla de la segunda fila. El primer día, en clase de Mecánica Analítica, vi a una chica sentada en la silla de al lado. Estaba recostada en su asiento, con la mirada perdida, como pensando en sus cosas. Lo primero que me llamó la atención fue cómo tiraban los botones de su camisa. «¡Vaya tetas tiene la niña!», pensé. Profundidad intelectual ante todo.
Me senté a su lado.
—¡Hola, soy Vicen!
Ella me miró de reojo.
—Isabel.
Mientras yo dejaba mis cosas, vio el casco de la moto que llevaba en la mano.
—¿Tú también vas en moto? —preguntó.
Debajo de su asiento, vi que también había un casco.
—Pues sí, ¿qué moto tienes?
El profesor entró y la conversación quedó ahí.

Al día siguiente, cuando entré en clase, ella estaba en el mismo sitio. Me senté a su lado y empezamos a hablar. Era una chica delgadita, con melena corta y morena, y hablaba mucho y muy deprisa. Me contó que por las mañanas estudiaba Físicas y por las tardes, Música en el politécnico.
Y entonces, una alarma se disparó en mi cabeza. Empecé a ponerme nervioso.
«Tiene un aire a Chelo», pensé. «Es alegre y simpática. ¡Le gusta la física! ¡Le gusta la música, hasta el punto de estudiar la carrera de piano! ¡Y va en moto!». La lista de mi yo de quince años se iba completando en mi cabeza a una velocidad de vértigo. «¡Es ella! ¡Es ella!», me repetía, absolutamente nervioso. «¿Y esas tetas? Son demasiado grandes… Bueno, vale, pero eso se lo puedo perdonar». (Qué magnánimo por mi parte. Un auténtico santo dispuesto a hacer sacrificios).

Esa misma semana le pedí que saliéramos y así empezó nuestra relación. Fue un año de actividad constante. Íbamos de copas a bares con música en directo que yo no conocía, a conciertos, al teatro, al cine. Ella me enseñó un montón de sitios que nunca hubiera imaginado que existieran. Hablábamos de física, y ella lo hacía con una fluidez que a mí me faltaba. Era una conversación constante, inteligente y entretenida, pero echaba de menos la calma, esa comunicación sin palabras que siempre había tenido con Tere.
Hicimos juntos el laboratorio de Mecánica. Estuvimos todo el año trabajando en el mismo proyecto. Ella era brillante en matemáticas y programación, y yo me encargaba de la física y el montaje experimental. Formábamos un equipo espectacular.

Otras tardes llevaba la guitarra a su casa y tocábamos juntos, mientras ella se desataba con el piano. Le encantaba el jazz, y sus improvisaciones tenían siempre ese sabor a Chick Corea que me resultaba difícil seguir. Escucharla era sencillamente increíble.

Teníamos nuestros momentos románticos, tumbados por la noche en la playa de la Malvarrosa, y todo parecía funcionar.
Cuando terminó el curso, le propuse hacer un viaje en moto. «¡Sí, me encanta la idea!», dijo, entusiasmada.
A principios de agosto, salimos de viaje. Recorrimos una ruta tranquila, huyendo de las carreteras principales. Fueron días muy románticos, nos sentíamos muy bien juntos.

El quinto día, acampamos a orillas de un laguito. Yo me desperté primero. El sol ya entraba en la tienda. Me quedé mirándola mientras dormía. Y mientras la observaba, un pensamiento se hizo fuerte en mi cabeza: «Debería decírselo. Tengo que decírselo».
Unos minutos después, ella se despertó y me sonrió.
—Buenos días.
—Buenos días —respondí.
Me preguntó cuánto rato llevaba mirándola, qué cara ponía al dormir. Le dije que estaba preciosa. Y entonces, tomé aire.
—Quiero contarte algo.
En aquel momento, sentado junto a ella en la tienda, no podía imaginar que estaba a punto de cruzar un umbral. Que aquella conversación, tan sencilla, demolería la etapa más oscura que he vivido y desencadenaría la más feliz. No sabía que al salir de aquella tienda, ya no volvería a ser el mismo.
Un grito en la carretera
Isabel se había ido, furiosa. Yo la seguí, escoltándola en silencio, perplejo. No lo sabía aún, pero aquel enfado sería la llave que abriría la puerta a mi nueva vida.
Y fue en ese largo viaje de vuelta, cuando todo encajó. Las lágrimas dentro del caso fueron el inicio de una revelación maravillosa.
Lo que le conté a Isabel en aquella tienda de campaña no fue una historia de infidelidad, sino la crónica de un fantasma. Le hablé de Tere, de la sombra de su recuerdo, de la comparación inevitable y de la sensación de que, a pesar de tenerlo todo con ella, sentía que me faltaba algo esencial. Intenté ser lo menos explícito posible, pero fue suficiente.
Su reacción fue de una furia que yo no esperaba en absoluto.
—Me has estado mintiendo todo este tiempo —gritó—. Me voy.
Empezó a recoger sus cosas con una violencia contenida, metió todo en su mochila, preparó su moto y, sin una palabra más, se marchó.
Yo recogí mis cosas tan rápido como pude, desmonté la tienda a toda prisa y salí unos minutos después que ella. La alcancé algunos kilómetros más tarde y me coloqué detrás, escoltándola en silencio durante todo el camino de vuelta. Estaba absolutamente perplejo.

Y fue en ese largo viaje de vuelta, con el zumbido del motor como única banda sonora, cuando todo empezó a encajar.
Durante mi relación con Isabel, Tere siempre había estado ahí. Era un pensamiento constante, un susurro en el fondo de mi mente. Cuando hablaba con Isabel, no podía dejar de recordar esa química inexplicable que teníamos Tere y yo, esa sensación de estar en casa, de ser yo mismo sin esfuerzo. Las conversaciones con Isabel eran más interesantes, sí, pero echaba de menos los silencios compartidos con Tere.
Cuando salíamos, me acordaba de nuestras noches con Abe. Pensaba: «Tere es más cariñosa». Recordaba sus ojos a dos dedos de los míos, la sensación exacta de sus abrazos, el sonido de su risa. Y lo echaba de menos. Muchísimo.
Incluso en nuestros momentos más íntimos, el recuerdo de Tere se colaba como una maldición. «Los besos de Tere son más dulces, su cuerpo es más suave… ¡Dios mío, cómo echaba de menos las tetas de Tere!». Hacer el amor con ella había sido lo más precioso de mi vida; esa sensación de paz, de relajación, de quererla con toda mi alma, de sentirme absolutamente a gusto.
Tere había sido mi primera vez. Y no sé si existe el concepto de «impronta sexual», pero en mi caso era absolutamente real. Siempre que estuve con otras chicas, no pude evitar compararlas con ella. Tere era mi modelo, mi diosa. Su cuerpo, su dulzura, su sensualidad… todo estaba grabado en mi cabeza.
Cuando llegamos a Valencia, ella se dirigió a su casa y entró en el garaje sin mirarme.
—Espera, Isabel —le grité.
No hizo caso. Desapareció. Al llegar a casa, la llamé por teléfono. Se puso su madre:
—Mira, Vicen, no sé lo que le has hecho, pero está muy enfadada y no quiere hablar contigo.
Por la tarde fui a su casa.
—Ya te he dicho que no quiere hablar contigo, vete por favor.
A lo lejos, oí la voz de Isabel gritando:
—¡Dile que se vaya!
No volví a verla nunca más.
Pero la revelación, la verdadera epifanía, había ocurrido unas horas antes, en la moto, siguiendo su estela en la carretera. Pensando en todo lo que había pasado, en por qué le había confesado todo aquello, de repente, lo vi. Lo vi con una claridad que me cegó.
Llevo casi diez años buscando a la mujer de mi vida… y cuando creo haberla encontrado, me doy cuenta de que ¡siempre ha estado ahí!
La emoción me golpeó con la fuerza de un puñetazo. Las lágrimas empezaron a brotar y, con el casco y las gafas, no podía secarlas. Apenas veía la carretera. Un torrente de palabras se formó en mi garganta, aunque solo yo pudiera oírlas.
¡No es Isabel! ¡Es ella! ¡Tere es la mujer de mi vida! ¡Perdóname, Tere! ¡Te quiero, te quiero, te quiero!
Fue la primera vez en mi vida que pronuncié esas palabras. Y las estaba gritando dentro de un casco, solo, en mitad de una carretera.

La gacela plateada
La revelación en la carretera fue un grito, pero lo que vino después fue una certeza serena.
Vendí todos los libros de física que había ido adquiriendo con los años. Con ese dinero, compré una bici. No era solo una bici. Era nuestro símbolo. Era mi anillo de compromiso. Era la promesa de que, esta vez, el camino lo íbamos a hacer juntos. Y, por fin, la llamé.
Tras la epifanía en la carretera, no me atreví a llamarla enseguida. Necesitaba estar seguro. Tenía terror a que todo aquello fuera un arrebato pasajero, a que la voz fría de mi cabeza volviera a machacarme con su «ella no es la mujer de tu vida». Pero los días pasaban y la certeza no solo no se iba, sino que crecía. Por primera vez en mucho tiempo, mis pensamientos y mis sentimientos remaban en la misma dirección. Me sentía libre para quererla, y supe que quería seguir queriéndola durante toda la vida.
Cuando empezó el curso, ya lo tenía claro. Quería romper simbólicamente con mi pasado. Puse un anuncio en el tablón de la facultad: «Se venden estos libros». Era todo mi arsenal de física, los volúmenes que habían alimentado mis dudas y mis teorías durante años. Les puse un precio: 32.000 pesetas. El coste exacto de una preciosa bicicleta que había visto en una tienda. Esa misma noche, los vendí.
Al día siguiente, con el dinero en el bolsillo, fui a la tienda y la compré. Y entonces, con la bici a mi lado, me decidí. La llamé.
Hacía más de un año que no la veía, y mientras marcaba su número, mil miedos me asaltaron:
¿Y si ha vuelto con Jaime? ¿Y si sale con alguien?

El tocadiscos susurraba «Solo pienso en ti», con esa suavidad que parecía burlarse de mis nervios.
—Hola Tere. Hace mucho tiempo que no nos vemos. Me gustaría verte.
—Hola Vicen. Me alegro de oírte. ¿Cómo estás?
—¿Cómo está David? Estará ya muy mayor. ¿Te recojo a las nueve?
—Vale.
Cuando colgué el teléfono me quedé unos segundos inmóvil, con el auricular aún en la mano. Estaba eufórico, temblando. Su voz, después de tanto tiempo, había vuelto con una claridad que me estremecía. Era la de siempre, pero ahora cargaba con el peso de todo el tiempo que había pasado sin oírla. Aquel «Vale» me golpeó con una fuerza inesperada: no era solo una respuesta, era la puerta entreabierta al resto de mi vida con ella. Y por primera vez, sentí que el futuro tenía sentido.
Al verla salir del portal, se me paró el mundo. «Es ella, mi Tere, está preciosa», pensé. Me sonrió y me dio un besito en los labios, con la misma naturalidad de siempre. «Es ella, mi Tere de siempre». En ese gesto comprendí que, de alguna manera, había estado esperando mi llamada durante todo ese tiempo. Gracias, Tere. Gracias por quererme tanto.
La llevé a mi casa, a mi habitación.
—Es para ti —le dije, señalando la bicicleta apoyada en la pared.
Sus ojos se abrieron como platos.
—¿Es para mí? —susurró, emocionada, antes de abrazarme con fuerza.
No tuve que explicarle nada. Tere entendió al instante el significado de aquella bici. Era nuestro símbolo, el de los días felices, el de la libertad compartida. Entendió que le estaba pidiendo volver a vivir aquellos momentos para siempre. No necesité un anillo de compromiso. Mi promesa de futuro era una preciosa BH Gacela plateada.

Se acercó a ella y la acarició como si fuera un ser vivo.
—Eres preciosa, ¿verdad, chiquitina? —le dijo.
Empezamos a vernos casi a diario. Nuestra relación era mucho más sosegada, más madura. La recuerdo contándome entre risas lo que le decía a su madre:
—Mamá, Vicen está distinto. Esta vez no es como las otras, me habla de una casa y de un futuro conmigo.
A lo que su madre, con una buena dosis de escepticismo, respondía:
—¡Fíate tú, menudo pájaro!

Unos meses después, paseábamos sin rumbo fijo por el parque, hablando de cosas triviales, de David, del futuro que empezábamos a dibujar con trazos todavía tímidos. En algún banco cercano sonaba «Un ramito de violetas», bajito, casi perdido entre las hojas. Y fue precisamente en uno de esos silencios compartidos, llenos de todo lo que ya no necesitábamos decir, cuando supe que era el momento.
Me detuve bajo la luz blanca de una farola y ella, al notar mi quietud, se giró hacia mí, con una pregunta en los ojos. Tomé sus manos entre las mías; estaban calientes, ella siempre tenía las manos calientes.
La miré y, de repente, vi toda nuestra historia desfilar en su mirada. Vi la colchoneta en el local de los pollos, las rutas en bicicleta bajo el sol, su paciencia infinita esperándome en la puerta de casa, su abrazo desesperado debajo de aquella mesa. Vi todo mi estúpido laberinto y a ella, siempre a ella, esperándome en el centro. En ese instante, todo el ruido de mi cabeza se apagó por completo. Ya no había dudas, ni teorías, ni ideales. Solo una certeza absoluta y tranquila.
—Tere… —empecé, y mi voz sonó más grave de lo que pretendía.
Mientras hablaba, pensaba «He dado muchas vueltas, demasiadas, para llegar hasta aquí. Pero ya no quiero caminar más si no es a tu lado».
Vi cómo contenía la respiración.
—¿Quieres casarte conmigo?
Se hizo un silencio de uno o dos segundos, pero a mí me pareció una vida entera. Vi una pregunta en sus ojos, luego un destello de incredulidad, y finalmente, la comprensión. Sus ojos se humedecieron justo antes de que una sonrisa, la sonrisa más bonita que le había visto jamás, le iluminara toda la cara. Era una sonrisa de alivio, de llegada, de «por fin».

No dijo «sí» con la voz, al menos no al principio. Lo dijo con un abrazo. Se lanzó a mi cuello y sentí el temblor de su risa y de su llanto silencioso contra mi hombro. Fue el abrazo que cerraba diez años de idas y venidas. El abrazo del final del viaje y, a la vez, el del principio de todo.
Unos días después, David, con cuatro años ya, se me acercó muy serio.
—Tío Vicen, dice mi mamá que vas a ser mi papá.
Me agaché para ponerme a su altura.
—¿Tú quieres?
—¡Claro! —gritó, y se abrazó a mi cuello con la fuerza de un niño que, por fin, siente que su mundo está completo.

Así terminó aquel viaje de dudas y regresos, con una bicicleta convertida en promesa, con Tere abrazándome como quien llega al puerto después de una larga travesía, y con David sellando nuestro futuro con la inocencia de su alegría. La gacela plateada no era solo un objeto: era el comienzo de nuestra vida juntos.

A veces, la vida no se entiende hacia adelante, sino hacia atrás. Durante años pensé que mis dudas, mis huidas y mis contradicciones eran errores imperdonables. Hoy sé que fueron parte del camino que me llevó hasta ella. Nada de lo que viví fue perfecto, pero todo me condujo al mismo lugar: a Tere, a David, a la certeza tranquila de un amor que sobrevivió a mis torpezas. Si algo he aprendido es esto: incluso cuando uno se pierde, el corazón encuentra la forma de volver a casa.
El segundo latido
La historia que has leído hasta aquí es la que fue. El largo laberinto de diez años, mis dudas, mis huidas y la revelación tardía en la moto… todo eso pasó. Es la verdad de los hechos. Me pesa no haber estado a la altura, porque la vida no perdona ni concede segundas oportunidades. Pero la escritura sí: me permite inventar un camino distinto, regalarme la fantasía de haberlo hecho bien desde el principio.
En mi cabeza existe otra versión. Una verdad más poética.
A veces me pregunto qué habría pasado si en aquel primer instante, al resbalar con el cubito de hielo y golpearme la cabeza, hubiera podido ver el futuro. Si en ese segundo de oscuridad, hubiera tenido la revelación que tardé una década en alcanzar.
Esta es la fantasía de esa segunda oportunidad. El camino corto que mi corazón supo ver desde el principio, aunque mi cabeza tardara tanto en entenderlo.
Este es… el segundo latido.
Un segundo después, abrí los ojos. Vi su cara sobre la mía.
—¿Estás bien? —me preguntó. «If you leave me now» seguía sonando en los altavoces.
—Sí… no ha sido nada —contesté.
Estaba un poco desorientado.
—Parece que has perdido el conocimiento durante un segundo —dijo ella, preocupada.
Salimos al jardín y nos sentamos en el borde de la piscina, con los pies chapoteando en el agua.
—¿Seguro que estás bien? —insistió—. Estás muy callado, antes no parabas de hablar.
Y era verdad. Estaba callado porque en ese segundo de oscuridad, en ese instante en que mi cabeza golpeó el suelo, había pasado todo. En mi mente, un torrente caótico de imágenes y voces futuras se agolpaba sin orden ni concierto:
«Estoy conmigo misma»… «Ella no es la mujer de tu vida»… «Ssss, que no nos oiga mi madre»… «¿Duermes conmigo?»… «¿Por qué no te olvidas de ese imbécil?»… «¡Te quiero, te quiero, te quiero!»… «¡Eres preciosa! ¿verdad chiquitina?»… «¿Casarnos?»… «Vas a ser mi papá»…
La miré. Y entonces, al mirarla, la vi de verdad. No vi a la chica de trece años que tenía delante. Vi a la mujer fuerte en la que se convertiría, vi toda nuestra historia reflejada en sus ojos, los que tanto adoraba.

«¡Un segundo… diez años en un segundo!», pensé. Lo vi todo con una claridad que me partió el alma.
—¡Eres tú! —exclamé, con la voz rota.
—¿Soy qué? —preguntó ella, extrañada.
—¡Eres tú…! ¡La mujer de mi vida! —le dije, y sentí un alivio inmenso, como si me hubiera quitado un peso de encima que aún no sabía que llevaba—. Gracias por quererme tanto.
—¡Estás loco! —dijo, riendo, aunque un poco confundida—. Vas un poco rápido ¿No?
Me di cuenta de mi torpeza, de la imposibilidad de explicarle lo que acababa de vivir.
—¿Quieres…? —empecé.
—¿Qué?
—Por favor, ¿quieres casarte…, digooo, salir conmigo?
—¡Vas muy rápido! —repitió, pero esta vez con una sonrisa que le ocupaba toda la cara.
Y entonces, me miró a los ojos, me cogió de la mano mientras su pie acariciaba el mío en el agua, y dijo:
—Sí.
Y esta vez, desde el principio, fui consciente de eso que me costó tanto ver en la vida real. Desde el principio, todo estuvo bien.
En la vida real tardé diez años en comprenderlo. En esta fantasía, solo un segundo. Y aunque los hechos fueron otros, me gusta pensar que, en algún rincón de mi corazón, ese segundo latido sigue vivo.
El viaje
Han pasado treinta años desde aquella bici plateada, y el camino a tu lado sigue siendo el único que quiero andar.
Aquel título que me inventé de adolescente, «la mujer de mi vida», se ha quedado pequeño, desbordado por la realidad. Porque en este tiempo te has convertido en todo. Eres mi mujer, la madre de nuestros hijos, mi mejor amiga. Eres mi refugio. Eres mi compañera de viaje, la mano que busco en la oscuridad, la calma después de todas mis tormentas.
Ya no hay laberintos en mi cabeza, ni teorías, ni dudas. Solo esta certeza serena de que no hay otra persona en el mundo con la que quisiera seguir pedaleando, ni nadie con quien quisiera, un día lejano, aparcar las bicis y, simplemente, descansar.
Gracias, Tere. Gracias por quererme tanto.
Te quiero.