Evolución en piloto automático

Hubo un tiempo en que mi vida transcurría sobre cuatro ruedas. Mi trabajo de técnico informático me obligaba a pasar horas y horas en la carretera, cruzando paisajes que a menudo se convertían en una mancha borrosa a través de la ventanilla. Hay un estado mental que solo conocen los que han conducido mucho en solitario: el «piloto automático». El cuerpo sabe lo que tiene que hacer —cambiar de marcha, mantener la distancia, seguir la línea blanca—, pero la mente se desacopla y emprende su propio viaje, uno mucho más largo y sinuoso.
Fue en uno de esos trances de asfalto y motor cuando me asaltó la idea. Mientras adelantaba a un camión, con el único sonido del motor y una canción olvidada en la radio, empecé a pensar en el larguísimo y silencioso camino que nos ha traído hasta aquí. No el de la autovía, sino el de la evolución. Pensé en esos millones de años en los que el cerebro de los mamíferos se iba puliendo, versión tras versión, como un software que se actualiza lentamente. Y en cómo, en algún punto de esa línea temporal, una rama de nuestro árbol genealógico —Australopithecus, Habilis, Erectus…— empezó a arder con una chispa de inteligencia distinta a todas las demás.
Me imaginé por un momento una pequeña tribu de Homo habilis hace dos millones y medio de años, moviéndose por la sabana. Allí no había señales de tráfico ni arcenes de seguridad. La vida era un presente puro, y la naturaleza era el único código de circulación. Una mutación genética que te diera un poco más de agudeza visual, unas piernas más resistentes o un instinto más fino, era la diferencia entre seguir en la carrera o quedarte tirado en la cuneta. La Selección Natural era implacable y eficiente: la ventaja se transmitía; el error se extinguía.
Entonces, volvía a la realidad de la carretera. Veía las señales que me indicaban una retención, el coche de la guardia civil en el horizonte, la ambulancia que pasaba con prioridad, respetada por todos. Y me daba cuenta de que las reglas habían cambiado por completo. Hemos tejido una red invisible pero increíblemente fuerte. Una red de leyes, de moral, de sociedad, que nos sostiene a todos.
En esta enorme tribu que viaja por el asfalto de la civilización, la supervivencia ya no depende solo de tus reflejos o tu fortaleza. El cinturón de seguridad, el airbag, las normas de tráfico… todo está diseñado para protegernos. Sobrevivimos todos, los más hábiles al volante y los más torpes, los genios y los despistados. Y aunque eso es uno de nuestros mayores logros, lanza una pregunta al aire que retumbaba dentro de mi coche: si hemos desactivado la Selección Natural, ¿quién conduce ahora?
Y allí, encerrado en aquella burbuja de metal y cristal a cien por hora, las preguntas empezaron a agolparse.
¿Nuestro cerebro seguirá evolucionando por sí solo? ¿O hemos llegado a una especie de área de servicio evolutiva? Si la mano invisible de la naturaleza ya no nos empuja, ¿será nuestra propia mano, a través de una Selección Artificial, la que tome el volante? Y la pregunta más vertiginosa de todas: ¿hemos aprobado siquiera el examen teórico para atrevernos a conducir nuestra propia evolución?
Siento que estamos en una encrucijada con tres posibles salidas.
La primera es la de la vía muerta. Quizás, sin un mecanismo que nos empuje y sin la sabiduría para hacerlo nosotros mismos, nuestro cerebro se mantenga tal y como está por los siglos de los siglos.
La segunda es la del camino secundario. Quizás exista otra ruta evolutiva que aún no vemos en el mapa, una fuerza sutil que sigue actuando en nosotros de formas que no podemos ni imaginar.
La tercera es la que me da un escalofrío. La salida que nos lleva a tomar el control total. Y viendo los accidentes que provocamos a veces, no puedo evitar que me dé un poco de miedo.
Mi opinión personal, que es poco más que una intuición nacida en la soledad de un viaje largo, es que tiene que haber algo más. ¿De verdad es razonable pensar que algo tan asombrosamente complejo e interconectado como un organismo vivo es fruto únicamente de una serie de casualidades? ¿Puede una cadena de errores afortunados, por larga que sea, dar como resultado la maravilla que es un cerebro?
Apelando a ese «Mono Trigonométrico» que a veces se sentaba de copiloto en mis viajes, me atrevería a decir que sí, que hay otro mecanismo. Incluso podría intentar describir su funcionamiento y sus extrañas propiedades matemáticas…
Pero para eso, creo que tendré que hacer otra parada en el camino.