La hora en que las abuelas cantan

Hay un momento casi místico en el Embalse del Regajo. Suele ocurrir justo cuando el atardecer se rinde a la noche. Sin previo aviso, el viento cesa por completo. Desaparece. Y las aguas, liberadas de su caricia, se asientan en una quietud absoluta, transformándose en un espejo líquido y oscuro. Es un instante de silencio profundo, donde los pájaros ya duermen y solo se intuye, a lo lejos, el primer canto tímido de los grillos.
Tere, con ese don que tiene para nombrar lo poético, lo bautizó como «la hora de las abuelas». Es su teoría, y yo la creo a pies juntillas, que es en ese preciso instante cuando las carpas más grandes y sabias, las matriarcas del embalse, salen a dar su paseo nocturno.
—Ya casi no hay luz y hace más de una hora que no pican. ¿Qué tal si nos vamos? —susurré, más para romper el hechizo de silencio que por un deseo real de irme.
Tere no se movió. Su mirada estaba fija en el agua vidriada.
—Espera un momento —respondió con una calma que anticipaba algo—. Ya casi es su hora.
Y yo esperé. Claro que esperé. Si alguien iba a tener una última oportunidad, era ella. Siempre es ella. Llevamos años pescando juntos, en el mismo sitio, con el mismo equipo y el mismo cebo. Y, por alguna razón que destroza por completo mi mente científica, ella siempre pesca más. Es fascinante. Supongo que tiene que ver con esa conexión especial que tiene con el mundo natural. La veo cuidar sus bonsáis, hablándoles y mimándolos hasta convertirlos en joyas admiradas por todos. La he visto ganarse la confianza de perros, gatos, erizos y hasta lagartos, que parecen encontrar en ella un refugio. Los animales, las plantas… todos la adoran. Así que, ¿por qué iban a ser los peces una excepción?
Justo entonces, la superficie del agua se quebró.
El flotador de Tere no se hundió: fue engullido. Desapareció con una violencia seca y el carrete empezó a chillar. No era un zumbido, era un grito agudo y desesperado, el único sonido que se atrevía a rasgar la quietud de la noche. La caña se arqueó hasta formar una C perfecta, temblando con la fuerza de lo que había al otro lado.
—¡La tengo! —susurró con emoción contenida.
Ese año, el nivel del agua estaba muy bajo y la poca profundidad nos regaló un espectáculo único. No veíamos al pez, pero sí su estela, un surco nítido y veloz que cortaba el agua como un torpedo invisible. Tras una carrera de treinta metros, el agua explotó en un salto furioso, una silueta oscura y poderosa que se retorció en el aire antes de reanudar su huida. Se dirigía directa al esqueleto de un árbol muerto que emergía a lo lejos.
—Como llegue a esas ramas, lo pierdes —le advertí en un murmullo.
—Me arriesgo —dijo, girando el freno del carrete un punto. Un clic minúsculo, casi imperceptible.
La bestia notó la resistencia y, en un alarde de fuerza e inteligencia, cambió de rumbo. Vimos la estela virar noventa grados y lanzarse en una carrera brutal paralela a la orilla.
—¡Qué barbaridad! —reí en voz baja, fascinado—. ¡Es un torpedo!
La pelea fue una danza tensa que duró casi diez minutos. Una sinfonía de chillidos del carrete, de susurros entre nosotros y del chapoteo del agua rompiéndose en cada cabezazo. Finalmente, el cansancio la venció. Se dejó arrimar a la orilla, y la vimos. Una carpa real, robusta, de escamas perfectas y un poderío que la convertía, sin duda, en una de las abuelas del embalse. Una campeona.
Mientras le quitaba el anzuelo con cuidado y la sostenía un instante antes de devolverla al agua, no pensaba solo en la picada. Pensaba en por qué estábamos allí. Recordé, hace ya años, cuando su operación de rodilla nos obligó a guardar las bicis de montaña para siempre. Buscando una nueva pasión que compartir, recordé que Tere me contaba que de niña iba a pescar con su padre y le encantaba. «¿Y si compramos un equipo y me enseñas a pescar?», le propuse. Se le iluminó la cara. La vi disfrutar como una niña enseñándome a anudar un anzuelo, mientras yo, por supuesto, me compraba un montón de libros para darle mi toque científico al asunto.
Desde entonces, la pesca se convirtió en nuestro refugio. Un espacio íntimo, construido a base de atardeceres, de silencios compartidos y de momentos como este.
La carpa dio un coletazo y se fundió con la oscuridad del agua.
—Sin duda, Tere —dije, mirándola—. Acabas de tener la picada de tu vida.
Ella sonrió, con la luz de la luna reflejada en los ojos. Y en ese instante, supe que no hablábamos solo del pez. Hablábamos de todo lo demás.