Que no, cariño; que yo no me hago pajas

A veces, para entender cómo hemos llegado a ser quienes somos, es necesario volver a momentos clave de nuestra adolescencia. Esos instantes, a menudo incómodos y cargados de una confusión casi cómica, son los que moldean nuestra percepción sobre temas tan universales como el sexo.
La historia que quiero compartir hoy no busca escandalizar, sino todo lo contrario: arrojar un poco de luz sobre el secretismo y la vergüenza que rodeaban la curiosidad más natural del ser humano.
El lenguaje y las situaciones que se describen en esta historia reflejan con fidelidad la forma en que hablábamos y pensábamos durante nuestra adolescencia en la España de 1975.
Corría el mes de diciembre. Yo tenía trece años y Amparo —mi primer gran amor adolescente—, doce. Hacía apenas un par de días que había tenido mi último encuentro con Lucía, ese que describo en el capítulo «Almas» de La casa de las plantas. Adoraba a Amparo y, en un arrebato de honestidad adolescente, sentí la necesidad de contárselo todo. Nos apartamos del grupo y nos sentamos en las escaleras de un portal cercano a la Acera Alta.
No entraré en los detalles de mi conversación sobre Lucía —la adoraba—, porque me desviaría del objetivo. Le conté que habíamos estado juntos, que nos abrazamos y besamos. Impulsado por una extraña mezcla de culpa y orgullo, añadí:
—Todos tenemos un pasado y hay muchas cosas de mí que no conoces.
Nunca había hablado de sexo con ella, y pensé que era el momento.
—También quiero decirte que, a veces, me hago pajas.
No lo dije avergonzado. En mi visión de las cosas, descrita en El despertar, el sexo no era algo feo que hubiera que esconder. Simplemente, pensé que Amparo debía saberlo.
—¿Te haces pajas? No sé lo que es.
¡No jodas que tengo que explicártelo!
Se lo expliqué: la masturbación, ese acto íntimo que todos descubrimos a escondidas. Pero creo que no conseguí dejarlo del todo claro. Me miró con una mezcla de sorpresa y desaprobación.
—Bueno, pero no lo hagas más, ¿vale? —su cara reflejaba confusión y rechazo.
—Vaaale —prometí, con la firme intención de cumplirlo… intención que apenas sobrevivió dos semanas.
Para defenderme, solté la frase que lo dinamitó todo:
—De todas formas, es normal, todos los chicos lo hacemos.
Al día siguiente, en la Acera Alta, se me acercó Clavo. Me apartó del grupo y siseó:
—Pero bueno, ¿tú eres gilipollas o qué te pasa? ¿Cómo coño le dices a Amparo que todos los chicos nos hacemos pajas? ¡No veas la bronca que me ha echado Susi!
Por lo visto, Amparo se lo había contado a Susi. Pude imaginar la escena: Susi tirando de la oreja a Clavo mientras él juraba y perjuraba:
—¡Que no, cariño; que yo no me hago pajas!.
—¡Que no me entere yo, eh! ¿Se puede ser más cerdo?
Al rato, fue Ali quien se acercó.
—¿Cómo se te ocurre decirle eso a Amparo? ¡Hay que ser gilipollas! Ahora todas las chicas lo saben.
Ali no tenía pareja, pero le aterraba la idea de que supieran que él, como todos, también lo hacía.
Momentos después, Abe se sentó a mi lado con una sonrisa.
—¡Menudo revuelo con las pajas!
—¿Tú también? —le pregunté, ya resignado.
—No, si a mí me da igual. Además, seguro que ellas también lo hacen —sentenció con lógica aplastante.
—Lo dudo, pero deberían.
Mirando atrás, esa tarde la Acera Alta fue un microcosmos de cómo la sociedad nos enseñaba a relacionarnos con nuestra propia naturaleza.
Estaba Clavo, atrapado entre lo que hacía en privado y el miedo a la sanción de su pareja.
Estaba Ali, que representaba la vergüenza social impuesta, «sexo sí, pero que nadie se entere».
Y estaba Abe, cuya naturalidad resultaba tan infrecuente que parecía casi revolucionaria.
Aquel día, un acto tan íntimo y normal se convirtió en un asunto de Estado en nuestro pequeño universo. Y me enseñó que, a menudo, lo retorcido y oscuro no es el sexo en sí, sino el silencio y la hipocresía con que lo envolvemos.