Destellos del Futuro
Un Destello del Futuro es ese instante inexplicable en el que el porvenir abre una rendija en el tejido del tiempo. Por un segundo, una puerta se entreabre en el horizonte de lo que aún no existe y desde ella, un haz de luz viaja a la velocidad del alma para impactar en nuestro presente.
En apariencia, no es más que un momento fugaz: una palabra, una mirada, una conversación… Un suceso de aparente intrascendencia que, sin embargo, contiene la semilla de una transformación profunda. Es justo ahí, en ese instante, donde empieza a perfilarse la versión de nosotros mismos que el porvenir se encargará de forjar.
En las páginas que siguen, reviviré algunos de esos destellos. Aquellos que, con su luz silenciosa, no solo dibujaron el paisaje de mi niñez y adolescencia, sino que sembraron las semillas de la persona que soy hoy.
Los destellos del futuro no son coordenadas fijas ni verdades universales. Son señales íntimas que sólo el alma reconoce. Tanto su identificación como su interpretación son actos profundamente subjetivos —ecos de momentos que, en el mapa de otros, quizá pasarían desapercibidos.
Pero este relato no busca consenso, sino autenticidad. Y como el único que puede navegar el mapa de mis recuerdos, me permito exponerlos tal como los siento: con sus matices, sus revelaciones y sus silencios. Porque cada destello que aquí se narra no pretende iluminar a todos, sólo encender la memoria de quien fui.
Los destellos del futuro no siempre llegan con estruendo. A veces se insinúan con la delicadeza de una brisa. El primero de ellos apareció siendo yo muy niño, cuando aún no sabía que el tiempo puede tocarte sin avisar.
Primer destello. La magia de las chicas
El primero llegó vestido de sol y juegos. Tenía cinco años, y el recuerdo de ese verano en Navajas no sólo es el primero que conservo, sino el primero que me tocó el alma. Mis padres alquilaron un chalet, y en uno vecino veraneaban dos hermanas: Eva, de mi edad, y Priscila, un poco mayor.
Pasé todo el verano jugando con ellas. Montábamos en bici por la calle —yo acababa de aprender, y cada curva era un pequeño logro— Jugábamos a la pelota, a la cuerda, y chapoteábamos en la piscinita que tenían en el jardín, bajo la mirada cómplice de los árboles.
Pero el momento estelar llegaba cuando el labrador regaba el campo de alfalfa cercano. Ese día era una fiesta: la tierra se convertía en barro, y nosotros en arquitectos de riachuelos improvisados. Dirigíamos el agua con nuestras manos, construíamos canales con piedras y palos, y celebrábamos el desfile espontáneo de todo tipo de bichos que salían a disfrutar del frescor. Acabábamos cubiertos de barro hasta las orejas, riendo como si cada tarde fuera una aventura irrepetible.
A veces, cuando jugábamos, Eva venía corriendo con una flor arrancada del jardín y me la ponía detrás de la oreja. Decía que así parecía un príncipe. Me hacía reír, pero en el fondo deseaba que esa imagen permaneciera.
Una noche, nos sentamos en las escaleras del porche a ver cómo se apagaba el día. Ella se acurrucó a mi lado, apoyando su cabeza en mi hombro, y yo me quedé quieto, sintiendo que no necesitaba palabras. Me miró a los ojos sonriendo. En aquel silencio que lo decía todo, brilló mi primer destello.
Desde que Eva apareció en mi infancia, algo se encendió en mí: una fascinación nueva, una consciencia imborrable de la presencia femenina. No era apego, sino descubrimiento. Sin saberlo, con ella entendí que su presencia no llenaba un vacío, sino que despertaba una curiosidad nueva, una apertura al asombro. Me mostró, sin proponérselo, que las chicas poseen una magia única: la capacidad de erizarme la piel con apenas un roce, de desarmarme con una mirada fugaz.
Durante todos aquellos años, ese concepto se instaló en mí como una certeza luminosa. Yo lo llamaba, sin dudar, “la magia de las chicas”.
Aquel verano no fue sólo un recuerdo: fue el momento en que la infancia empezó a hablarme del futuro.
Mucho tiempo después comprendí que en aquel gesto, en aquel silencio compartido, se escondía la promesa de lo que más tarde aprendería a buscar.
Segundo destello. El clic que encendió mi vocación
¡Mamá, mira esto! —grité desde mi habitación, desbordado por la emoción mientras sonaba la radio a todo volumen.
Tenía nueve años y estaba tumbado en la cama, rodeado por cables, componentes y esquemas. El regalo más alucinante que me habían hecho en la vida: un kit de electrónica. Terminé el montaje, hice clic en el botón de encendido y… algo cambió para siempre.
La radio cobró vida. Sonó una canción que conocía. Mi corazón latía tan fuerte como el altavoz. ¡Mamá, mira esto!… grité con todas mis fuerzas, convencido de que había tocado la magia con las manos.
Ese kit, con sus circuitos modestos y sus posibilidades infinitas, me hizo sentir como un creador de mundos. No tardé en tomar una decisión fundamental: lo de montar cosas tumbado en la cama no era serio. Necesitaba un laboratorio. Hice hueco en el trastero, instalé una mesita, coloqué mis herramientas con orgullo. Aún conservo algunas de ellas como si guardaran el eco de aquel descubrimiento.
Entonces supe que quería dedicar mi vida a la ciencia. Ese clic sobre el botón de encendido, no fue sólo el inicio de una radio: fue el principio de una vocación. Un nuevo destello del futuro, esta vez envuelto en alambres y luz.
Aquel clic —tan sencillo y breve— resonó durante décadas. Encendió una radio, sí, pero también encendió una convicción: la de que podía comprender, transformar y crear. Desde aquel botón en la cama, hasta los complejos algoritmos y circuitos que hoy diseño, ha habido una misma motivación: entender el mundo para poder imaginar otro.
La ciencia se convirtió en mi idioma, la programación en mi gramática, la ingeniería en mi manera de narrar lo invisible. Y todo comenzó con una melodía inesperada saliendo de un pequeño altavoz, y el grito feliz de un niño: “¡Mamá, mira esto!”.
Hoy sé que ese grito era también una declaración de principios.
Tercer destello. La forma del deseo
El camino del corazón: Mis primeros afectos
En busca de esa magia que tenían las chicas, pude vivir algunas historias preciosas. Cada una fue distinta, pero todas llevaban consigo un eco de aquel verano con Eva: la necesidad de cercanía, de ternura, de sentir que una presencia femenina podía teñir de luz cualquier instante.
Tenía siete años cuando, durante la catequesis para la primera comunión, conocí a Elvi. La recuerdo como mi primera novia —aunque no hubiera declaraciones ni promesas— porque en ella encontré esa complicidad infantil que hacía latir más fuerte mi pequeño corazón.
—¡Hola Elvi!
—¡Hola Vicen!
—Te he traído esto. —un chicle y un poema.
—¡Vaya, gracias!
—Pero no lo leas ahora.
—Vale, luego lo leo.
—Vamos, te acompaño a casa.
La emoción que me producía verla, escribirle poemas, preparar un regalo tan sencillo como un chicle, era una recreación de aquel sentimiento primigenio. No buscaba amor romántico, buscaba esa energía sutil que me hacía sentir pleno en su compañía. Como si esa magia, la que Eva me reveló, pudiera reaparecer en cada vínculo.
El verano siguiente, el de mis ocho años, trajo consigo una nueva presencia que marcaría mi corazón. Empezó mi relación con Lucía. No vivíamos cerca, pero compartíamos los veranos como si fueran una historia suspendida en el tiempo. Fueron cuatro veranos juntos, y sólo entonces comprendí que el amor no necesita constancia para dejar huella: basta con que llegue el momento justo.
Lucía fue, sin duda, mi primer amor. No por lo que dijimos, sino por lo que sentimos. Nos escondíamos juntos al jugar al escondite, esperando que nadie nos encontrara, deseando que el mundo se detuviera en aquel arbusto o detrás de aquellas plantas donde las risas se mezclaban con una expectativa que aún no sabíamos nombrar.
Aquel vínculo fue creciendo al ritmo de nuestros veranos. Y a mis diez años, en uno de esos rincones secretos, viví mi primer beso. Fue torpe y tímido. Pero dentro de mi fue inmenso: una llamarada silenciosa que me recorrió como si el tiempo confirmara que la magia que alguna vez me enseñó Eva seguía encendida.
Durante esos mismos veranos, cuando el aire olía a libertad y cada día parecía una promesa, conocí a Tere. Me la presentó Isma, mi mejor amigo del verano, en una tarde cualquiera que terminó siendo inolvidable. Sí, mi primer amor fue Lucía —ese amor puro, secreto, de escondites compartidos— pero Tere tenía algo que me deslumbraba. Era preciosa. Su risa, su forma de moverse, me envolvieron sin pedir permiso.
El niño Vicen, en aquellos veranos, aún no conocía el compromiso emocional. No existía en mi el sentimiento de fidelidad que más adelante me definiría en la adolescencia. Mi corazón, libre y curioso, vibraba ante cada presencia que despertaba ternura o asombro. Ellas dos nunca se conocieron, pero en mi interior compartieron espacio, como si cada una representara una nota distinta en la melodía de mi descubrimiento afectivo.
El destello que lo cambió todo: Chelo
En el invierno de mis once años, Chelo apareció en mi vida. No lo supe al instante, pero ella sería la chica que más impacto tendría en mi camino. Me deslumbró desde el primer momento. “¡Es la chica más preciosa que he visto en mi vida!” pensé, atrapado por la fuerza de su mirada y esa energía que parecía envolverlo todo.
Pasé dos semanas pensando cómo acercarme, ensayando frases, imaginando escenarios. Finalmente reuní el valor. Ella estaba sentada con una amiga, y yo, tembloroso pero decidido, me acerqué dispuesto a conquistarla… pero fue ella quien, sin previo aviso, me conquistó a mi.
—¡Hola! —dije tragándome la vergüenza.
—¡Hola! —respondieron, sonriendo con complicidad.
—¡Este es el chico que te decía! ¿A que es guapo? —dijo Chelo a su amiga, bajando la voz.
Madre mía. Me ha llamado guapo, la tengo en el bote.
—Me llamo Vicen.
—¿Vicen? ¡Ese es nombre de chica! —soltó Chelo pensando en su amiga Vicenta.
—¡Vicente! —añadió con decisión, como si me rebautizara.
—Ella es Montse, y yo soy Chelo.
—¡La Paqui ya tiene polos! Vamos a comprar. ¿Te vienes, Vicente?
En ese instante supe que estaba atrapado por algo más que un rostro bonito: había una chispa, una intensidad nueva, una complicidad que me sacudía desde dentro. Chelo no era sólo otra chica: era el inicio de algo que aún no era capaz de entender, pero que mi alma ya reconocía.
Dos semanas después se celebró una verbena de fallas: mi primer baile. La emoción me recorría como electricidad. Los músicos afinaban sus instrumentos, la música estallaba en cada rincón, y el murmullo de la gente envolvía la noche en un aire de promesa. Me vestí con esmero, con esa mezcla de nervios y anticipación que sólo se siente cuando uno sabe que algo importante puede suceder.
Allí estaba ella, radiante entre los demás, y yo —cada vez que la miraba— buscaba la forma de acercarme. Los contactos eran breves, espaciados, pero no fortuitos, esperando que cada pequeño gesto nos acercara un poco más. Bailamos durante casi una hora: entre risas, manos que se rozan apenas, y miradas que aún no se atrevían a decirlo todo. El calor empezó a notarse en los cuerpos agitados, y entonces, con absoluta naturalidad, Chelo se quitó el jersey.
Fue aquel gesto simple —cuando se quitó el jersey sin darse cuenta de lo que provocaba— lo que encendió el tercer destello. Tenía once años, y hasta entonces no había reparado en el cuerpo de la mujer. El suyo, aún delicado, contenía una curva nueva, una insinuación que no pertenecía a la infancia que yo conocía. Era un cuerpito de mujer, apenas esbozado, pero capaz de redefinir mis coordenadas internas.
En ese instante lo supe, sin palabras: no todas las chicas me conmoverían igual. Chelo había dibujado con naturalidad la silueta del deseo. Desde entonces, mi mirada buscó ese patrón, esa proporción de dulzura y misterio, de piel y alma. Muchas décadas han pasado, y aún reconozco ese destello en mujeres que lo encarnan. Como si Chelo me hubiera enseñado a ver el mundo con un filtro nuevo, más íntimo, más sensorial.
Hoy puedo decir, con la certeza que da el tiempo, que mi mujer, Tere, encarna ese patrón con una fidelidad que conmueve. No es una casualidad, sino un eco del destino. Siento que, de algún modo, el destello que me regaló Chelo dibujó una promesa, un mapa secreto, y que la vida quiso que fuera otra mujer, mi Tere, quien finalmente viniera a cumplirla. En ella reconozco la armonía de aquel primer deslumbramiento: una presencia y un enigma, una belleza serena y una energía vibrante. No como un capricho, sino como el legado de una luz lejana. El eco de un destello que me enseñó, para siempre, la forma de mi deseo.
Así, lo que empezó como un juego de miradas en una verbena, terminó siendo la brújula secreta que guiaría mi forma de amar.
Cuarto destello. La chispa que encendió mi adolescencia
El cuarto destello no llegó con continuidad, sino con epílogo inmediato. Fue un fogonazo. Un instante sin futuro, pero con memoria. Aún hoy, muchas décadas después, permanece intacto como una fotografía en el alma.
Durante toda aquella noche, mi corazón era un péndulo que oscilaba entre dos latidos: Chelo y Rosa. La razón me aferraba a lo conocido. El corazón, en cambio, pedía paso con urgencia. Y fui capaz de escucharlo. En esa última noche en Aguas Vivas, cuando miré a Rosa a los ojos y le dije “Tú también me gustas”, no sólo cerré una historia, abrí una puerta.
No volví a verla. La historia se clausuró de inmediato. Pero su recuerdo quedó firmemente anclado, como si ella hubiera sido la llave que me permitiría cruzar el umbral hacia otra etapa: la adolescencia.
Meses después, conocí a Amparo. No era Rosa, pero tenía ese mismo brillo que me había dejado sin palabras, me recordaba muchísimo a ella. Me bastó una mirada para entender que el flechazo no era una casualidad: Amparo era, de alguna manera, la continuación emocional de Rosa.
En mi búsqueda de esa magia, me acerqué al grupo de la Acera Alta por ella. Yo, que siempre fui introvertido, me adentré en territorio desconocido no por deseo de hacer amigos, sino por lo que ella representaba. Como si Amparo me ofreciera la posibilidad de seguir escribiendo una historia que Rosa no pudo completar.
Pero encontré mucho más. Encontré un grupo que me acogió sin juicios. Un espacio donde pude reír, compartir, explorar, sentir. Y así, sin darme cuenta, empezó mi adolescencia. Una adolescencia absolutamente inolvidable, tejida entre tardes en la Acera Alta, veranos en el chalet, juegos, secretos, abrazos y descubrimientos.
Hay personas cuya sola presencia transforma la atmósfera. Abe era una de ellas. Tenía trece años, pero irradiaba una madurez brillante: era un líder nato, respetado sin esfuerzo, admirado sin reservas. Por alguna razón que nunca llegué a comprender, me acogió desde el primer día con un cariño que desbordaba lo habitual. Y ese gesto, abrió de inmediato las puertas del grupo para mí. Nunca volví a ver a alguien entrar por la puerta grande como lo hice yo.
Durante los cinco años que compartí con ellos, ese primer abrazo emocional que me brindaron jamás se desvaneció. Abe fue el faro que guio mi llegada, pero el calor que me rodeó vino de todos. En ese instante, comprendí que ser aceptado no es simplemente pertenecer; es ser reconocido, valorado y querido desde el alma.
Mi niñez había sido la de un niño tímido, con un mundo interior que apenas compartía, acompañado por mi gran amigo Julio. La lógica dictaba que mi adolescencia seguiría ese mismo cauce íntimo y seguro. Pero la vida, con su tinta imprevisible, me regaló al grupo de la Acera Alta. Fue como un claro en el bosque: un espacio lleno de luz, voces y descubrimientos que me permitió vivir como nunca hubiera imaginado. Terminada aquella etapa, volví a ser el de siempre, quizá menos tímido, pero sí el mismo ser introspectivo.
Sin embargo, ese cuarto destello, aquel fugaz momento con Rosa, fue la chispa que encendió la hoguera de una adolescencia que aún hoy ilumina mi memoria.
Quinto destello. El punto de partida de toda una vida
Septiembre de 1978. Fiesta en la discoteca del grupo de la Acera Alta. El ambiente está animado, las risas fluyen, la música vibra en los altavoces y la adolescencia, en estado puro, celebra la alegría de vivir.
Y entonces ocurre. Ella aparece. Acompañada por sus dos hermanas, entra por primera vez en mi vida, sin saberlo, como quien llega sin anuncio pero con destino. Tere. Su sola presencia me descoloca: era como si el patrón que Chelo dibujó años atrás cobrara vida de repente frente a mí. Aquel molde secreto que mi alma había decidido conservar.
La veo sentada sola en la barra. No parece incómoda. Su expresión es serena, casi contemplativa. Me acerco, curioso, atraído por esa calma inusual en medio del ruido.
—¡Hola! ¿Por qué estás sola?
—Porque me gusta. Además, no estoy sola, estoy conmigo misma.
Ahí, en esa frase se enciende el quinto destello. No fueron sus palabras solamente. Fue su manera de estar. Su presencia firme, su comodidad consigo misma. En ese instante, sin saberlo, sentí que había algo diferente en ella. Algo que no brillaba en superficie, pero sí en profundidad.
Aún tendrían que pasar casi diez años para que yo reconociera que esa preciosa chica sentada sola, segura, en paz con su ser, sería la mujer que me acompañaría el resto de mi vida. Pero el destello ya había ocurrido. Había dejado su huella. Había sembrado el punto de partida.
No entendí entonces lo que sentía. Sólo sabía que algo se había movido. Que ella no era como las demás. Que quería seguir mirándola, seguir hablándole, seguir descubriendo quién era esa chica que no necesitaba compañía para sentirse completa.
Con el tiempo, ese destello se convirtió en un lento fuego. En vínculo profundo. En abrazos, en hijos, en casa, en viajes compartidos. Pero todo empezó ahí: con una sonrisa tranquila y una declaración sutil. «Estoy conmigo misma».
Y desde aquel día, yo también aprendí a estar conmigo… cuando estoy con ella.
Los reflejos del alma
Quizá hubo algún otro que no he sido capaz de ver. Esos cinco destellos no fueron simplemente chispazos: fueron señales. Luces intermitentes que surgieron a lo largo de mi camino para marcar direcciones, para advertirme de que algo estaba cambiando, de que la vida estaba empezando a hablarme en un idioma íntimo y sutil.
Cada uno de esos momentos se presentó sin bombo, sin aviso. Como ráfagas de conciencia, como pequeñas fracturas en el tiempo que me permitieron mirar más adentro, más lejos.
Pero el último —el que ocurrió frente a Tere— fue distinto. Porque ese destello no se apagó. No fue una chispa, sino la llama que siguió ardiendo. Iluminó todos los años que vinieron, los silencios compartidos, las decisiones tomadas, las derrotas y los renacimientos. Porque en ella no encontré sólo compañía, sino espejo. Y en ese espejo, me veo completo.
La vida, tal como la he vivido, parece diseñada por estos momentos. No los busqué, pero los honré. No los forcé, pero los acogí.
Ahora, al mirar atrás, no veo una línea recta. Veo reflejos cruzados, luces danzantes, senderos que se bifurcan y vuelven a encontrarse. Veo destellos, sí, pero también sus refracciones.
Y quizá ese sea el verdadero mapa. Uno hecho no de certezas, sino de destellos.
Así, continúo mi viaje sabiendo que no todo lo vivido tuvo una respuesta, pero sí un sentido.