La conspiración matemática de las margaritas

El sol de la tarde caía cálido sobre el jardín, un lienzo de verdes y amarillos perezosos. Y yo, tumbado sobre el césped en mi rincón favorito. Con diez años recién cumplidos y una misión que me parecía más importante que la mismísima conquista del espacio: averiguar si ella sentía lo mismo que yo.
No era de mi clase, pero compartíamos el mismo patio a la hora del recreo. Yo la observaba desde la distancia. Ella, tímida y de belleza tranquila, almorzaba sola en un banco junto a una valla de madera, bajo la sombra de un árbol. Nunca me atreví a hablarle. ¿Qué le dices a alguien que te parece que tiene el universo entero en la mirada?
Estaba pensando en ella. La recordaba sentada en su banco… y suspiraba. No sabía su nombre, pero, curiosamente, en mis pensamientos la llamaba Margarita. Quizá ella se hubiera fijado en mí. Mi única herramienta para descifrar el misterio era un oráculo infalible con corazón de oro y pétalos blancos.
La primera margarita cayó al suelo con un susurro. «Me quiere». Una sonrisa se dibujó en mi cara. Fácil, esto estaba hecho. La segunda, sin embargo, no fue tan amable. «No me quiere». Bueno, un tropiezo. La estadística, esa ciencia que aún no entendía pero que ya me jugaba malas pasadas, a veces fallaba.
Pero la tercera también sentenció que no. Y la cuarta. Y la quinta. Mi ceño se fruncía con cada pétalo arrancado, con cada sentencia floral que caía sobre el césped como una pequeña lápida blanca. ¿Cómo era posible? El universo, o al menos su delegación botánica en el jardín de mi casa, tenía que estar cometiendo un error garrafal. Mi desconcierto era total, una pequeña tragedia de verano en la que el amor y la probabilidad se negaban a colaborar.
Tuvo que pasar mucho tiempo, ya de adulto, para que esa escena volviera a mí. Fue leyendo sobre la secuencia de Fibonacci, esa firma matemática que se esconde en los pétalos de las flores, en la espiral de las galaxias y hasta en el eco de una caracola. Era como si, de pronto, las flores me devolvieran una respuesta que llevaba años esperando.
Entonces, lo entendí. El resultado del «me quiere, no me quiere» no era una cuestión de azar, sino de una matemática elegante y predeterminada.
Pensé que quizá la misma proporción que guía a las margaritas a desplegar su belleza podría ser también la que, en silencio, nos empuja a buscar sentido en cada mirada, en cada gesto, en cada pregunta.
Y al comprenderlo no sentí que la magia se rompiera. Al contrario. Sentí una conexión profunda, un hilo invisible que unía los sueños de aquel niño con el sueño de quien diseñó las leyes naturales que dan forma a nuestro mundo. Era como si el mismo impulso creador, la misma búsqueda de la belleza que ordena el universo a través de números, fuera el que me hacía a mí buscar una respuesta en los pétalos de una margarita.
Aquella tarde, sin saberlo, yo no estaba jugando. Estaba dialogando con el mismo lenguaje poético y matemático con el que están escritos los girasoles y las estrellas. Y en silencio, como quien no quiere interrumpir un sueño, me devolvía a aquel patio de recreo.
Y mientras recordaba aquel verano, pude ver al niño que fui arrancando pétalos sin saber que, en realidad, estaba siguiendo un compás secreto que ya latía en las flores, en las mareas y en las estrellas. Lo único que importaba, entonces, era seguir arrancando pétalos, como si en cada uno se escondiera un universo.
Y en ese diálogo, la respuesta ya no importaba. Lo único que importaba era la belleza de la pregunta, como un río que no busca llegar al mar, sino seguir reflejando el cielo.