La llave y el miedo

Hay recuerdos que permanecen. El peso de una llave de metal frío en la palma de una mano de once años. El olor de la comida de mi madre al volver del colegio. La voz de mi padre, firme y segura, como los cimientos de la casa. Nací y crecí en un mundo con las líneas muy bien dibujadas, un mapa que todos parecían entender sin necesidad de explicarlo.

Mis padres eran buenas personas. Mi madre era el corazón de la casa, una presencia constante y cariñosa dedicada en cuerpo y alma a sus cinco hijos. Mi padre era el motor, el hombre que salía cada día para asegurarse de que nunca nos faltara de nada. Ambos interpretaban sus papeles con una dignidad inmensa, como si llevaran toda la vida ensayando para esa obra. Él, el cabeza de familia; ella, la guardiana del hogar.

El guion, sin embargo, no estaba escrito para todos por igual.

En casa éramos tres chicas y dos chicos. Y las reglas del juego, aunque no siempre se dijeran en voz alta, eran distintas para cada bando. «Los chicos no limpian», sentenciaba mi padre, no con maldad, sino con la convicción de quien enuncia una ley de la naturaleza. «Los chicos no ponen la mesa». Y nosotros, mi hermano y yo, asumíamos ese privilegio con la insultante naturalidad de la infancia. Mis hermanas, claro, lo aceptaban con un murmullo, como quien acepta que la lluvia moja. Era, simplemente, «lo normal».

La prueba irrefutable de esa normalidad torcida llegó el día que cumplí once años. Mi padre me entregó la llave de casa. Aquel pequeño objeto metálico no solo abría una puerta, sino que representaba un mundo de confianza y libertad. Ven y ve cuando quieras. Eres un hombrecito. Mis hermanas, mayores que yo, no tenían llave. Para ellas, las nueve de la noche era una frontera infranqueable.

Confieso que, en aquel momento, la injusticia me pareció un hecho más de la vida, como el color del cielo. Era consciente, sí, pero tenía la cabeza en mis propias aventuras y la libertad recién estrenada me sabía demasiado dulce.

Los años pasaron. Nuestra generación fue la bisagra. En el colegio, niños y niñas crecíamos juntos, con los mismos deberes y derechos, aprendiendo a mirarnos a los ojos como iguales. Y cuando me tocó a mí formar una familia, quise construirla sobre cimientos nuevos. Mi relación con mi mujer ha sido siempre un diálogo entre pares, y mis hijos —un chico y dos chicas— crecieron escuchando una única melodía: la del respeto mutuo, sin distinciones de género. Estaba convencido de haber roto la cadena.

Hasta que una noche, la vida me puso un espejo delante.

Mis hijos eran adolescentes y empezaron a pedir permiso para salir. Con mi hijo, la conversación fue sencilla. Con mis hijas, un nudo se me instaló en la garganta. El razonamiento que bullía en mi cabeza era tan primitivo como aterrador: «Si a él le asaltan cuatro indeseables, le darán una paliza y le quitarán el dinero. Es un riesgo que, con dolor, puedo asumir. Si a ellas les pasa lo mismo… no es una paliza lo que más temo. Y ese riesgo es, para mí, insoportable».

En ese instante, me di cuenta. Yo, que había abogado toda mi vida por la igualdad, estaba haciendo una distinción por sexo. No por un privilegio heredado, como mi padre, sino por un miedo atávico. Un miedo que no nacía de mí, sino del mundo que aún existe ahí fuera. El eco de una vieja norma no escrita me golpeaba en la cara.

No supe cómo gestionarlo entonces, y creo que seguiría sin saberlo hoy. Le había dado a mis hijas todas las herramientas de la igualdad, pero no podía darles un mundo donde ejercerla sin miedo. Y ahí es donde me doy cuenta de que la verdadera tarea, la más profunda, no acaba en la puerta de casa. Ahí, en realidad, es donde empieza.

Porque educar en igualdad se queda en un gesto vacío si el escenario donde deben ejercerla sigue teniendo las mismas trampas de siempre. Me di cuenta de que no basta con educar mujeres fuertes e independientes; es imprescindible y urgente educar hombres que las respeten, que las vean como iguales y que entiendan que su libertad no es una amenaza.

Construir ese mundo en el que todos nos sintamos seguros y aceptados significa que nosotros, los hombres, tenemos que dar un paso al frente y asumir nuestra parte. Significa no callar ante el comentario machista en el trabajo, no reír la «gracia» que denigra en una cena con amigos, no mirar hacia otro lado. Significa enseñar a nuestros hijos varones que el respeto no es una opción, sino el único idioma posible, y que la verdadera fortaleza no reside en el dominio, sino en la empatía.

Mi padre me dio una llave para que fuera libre en un mundo que consideraba suyo. La llave que debemos forjar ahora es diferente; es una llave maestra, una que no solo abra puertas para ellas, sino que desmantele las cerraduras del miedo y del prejuicio para todos. Esa, quizá, es la herencia más valiosa que podemos dejar. Una lucha que no es solo suya, sino profunda e ineludiblemente, nuestra.

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