Manual para vivir en las nubes

 

Lo admito: soy de esa extraña estirpe de seres humanos a los que una conversación sobre el tiempo les produce una urticaria existencial. Si no tengo nada que aportar, prefiero callar. Hay gente a la que esto le resulta incómodo, como si el silencio fuera un vacío que amenaza con tragárselo todo. Para mí, nunca ha sido un vacío. Ha sido mi sala de juegos.

Mi carrera como ermitaño precoz empezó pronto. Mi primer hogar fue un rincón en el trastero, convertido en laboratorio por un niño de ocho años que creía que el mundo podía sintonizarse con cables y paciencia. A los nueve, tras el milagro de construir una radio que emitía vida, convencí a mi familia de que merecía un ascenso: una habitación con puerta, y lo más importante, con llave.  La cosa llegó a tal punto que instalé un timbre para que mi madre pudiera avisarme para comer. Sí, yo era ese niño. El que necesitaba un interfono para conectar con el mundo exterior, situado a diez metros por el pasillo.

Esa comodidad en mi propia burbuja se extendió a mis amistades. Con uno de mis mejores amigos compartíamos tardes en las que las palabras sobraban. La guitarra hablaba por nosotros, y cada acorde era una forma de decir “aquí estoy”, sin necesidad de explicaciones. Un día me dijo: “Es curioso, ¿te has dado cuenta de que a veces estamos mucho rato sin decir nada?”. Él lo vio como algo excepcional; para mí, era la definición de la amistad.

Aunque he de confesar que mi biografía silenciosa tiene un capítulo inexplicable: la adolescencia. Fue un larguísimo y maravilloso colocón de dopamina. Un paréntesis de ruido, amigos y vida social donde el silencio brilló por su ausencia. Mi yo interior, acostumbrado a la paz monacal, debió pensar que había sido abducido por extraterrestres. Pero, como toda buena fiesta, se acabó. La universidad me devolvió a mi centro de gravedad, y el silencio y yo reanudamos nuestra vieja amistad. Fue un ruido necesario, como si el silencio necesitara perderse para volver con más sentido.

Y es con Tere donde este idioma alcanza su máxima expresión. Con ella, el silencio es un hogar compartido, un idioma sin gramática. No es una pausa: es una conversación sin palabras que dice más que cualquier diálogo. Pero, claro, vivir en las nubes tiene sus riesgos. A menudo estamos en el sofá, viendo una película, y mientras en la pantalla Tom Cruise salva el mundo por decimoquinta vez, yo estoy enfrascado en una batalla mucho más épica: decidir la arquitectura de mi próximo proyecto de software.

Mi cara en esos momentos debe de ser un poema surrealista: ojos navegando por constelaciones invisibles, boca entreabierta como quien está a punto de decir algo que nunca dirá, y un hilillo de humo conceptual escapando por las orejas, como si mi mente estuviera cocinando galaxias. De repente, un comentario suyo me saca del trance, pero, claro, no he oído nada.

Cuando vuelvo a la Tierra, me inunda una mezcla de dos sentimientos: una culpa inmensa por mi ausencia y una gratitud infinita por su paciencia. Callar no siempre es cuidar. A veces, el silencio necesita ser interrumpido para que el otro sepa que seguimos ahí. Adoro a Tere, y me fastidia no ser capaz de regalarle toda mi atención.

Vivimos en una sociedad con pánico al silencio. Lo llenamos todo con música, podcasts, notificaciones y ruido de fondo. Hemos asociado la quietud con la soledad o el aburrimiento, como si fuera un problema a resolver. Creemos que estar callado es estar vacío. Pero nos equivocamos.

El silencio no es una ausencia, es una presencia. Es el lienzo donde un niño puede inventar mundos, donde dos amigos pueden afianzar su afecto y donde una pareja puede amarse sin necesidad de palabras. No es que el silencio este vacío; es que está lleno de lo que no necesita explicarse. Es el idioma de lo que de verdad importa.

Quizá la verdadera meta en la vida no es aprender a hablar más alto, sino encontrar a esa persona que te entiende incluso cuando callas. Alguien que sepa leer tus pausas como si fueran versos.

Y mientras, yo seguiré practicando, intentando aterrizar más a menudo. Abriendo la puerta de mi estudio mental para decir, con la mejor de mis sonrisas:

—Perdona, estaba en las nubes. ¿Qué decías?

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