La reina silenciosa

He contado ya muchas historias. Las de los personajes que marcaron mi niñez, mi adolescencia, mi primera juventud. Pero había una que siempre posponía. No por falta de cariño, sino por esa sensación de no ser capaz de encontrar las palabras justas.
Durante años, Ana fue un recuerdo luminoso que me acompañó en silencio. Su historia está llena de matices y no quisiera simplificar lo que fue. Estoy decidido. Esta vez, lo voy a intentar.
El baile que lo cambió todo
Paterna, agosto de 1977. El aire cálido y dulce de las fiestas del Cristo lo envolvía todo. Yo tenía quince años y sentía que la vida entera se jugaba en esas noches de verano.
Hacía apenas un mes que mi relación de dos años con Amparo había terminado. O, para ser más preciso, ella me había pedido «un tiempo». Yo acepté con una sonrisa de manual, porque la quería demasiado como para negarle algo. Pero la verdad es que me sentía a la deriva.
Y entonces, empezaron a sonar las lentas.
Hasta hacía nada, todas eran para Amparo. Ahora, cada canción era un nuevo comienzo. Bailé con Mariajo, con Mari, con la propia Amparo —y el mundo volviendo a temblar bajo mis pies—, con Alicia… Y después, me acerqué a ella.
—¿Bailas, Ana?
Ana no era una chica más. A sus catorce años, era una figura casi mitológica. La reina silenciosa. Preciosa. Con un aura de dulzura que la hacía parecer inalcanzable.
En nuestras interminables charlas de chicos, su nombre era un suspiro colectivo, el sueño imposible. José Ramón fue el único que se atrevió a pedírselo, pero volvió con una negativa amable y una sentencia resignada: «Es demasiada mujer para mí». A Toni le gustaba especialmente, pero, como todos, la veía como un sueño; a su lado, confesaba, se sentía como un niño. Ana era, sencillamente, irrechazable.
—Claro —me dijo, y su sonrisa fue diferente. Más cercana.
Nos abrazamos, y empezamos a movernos al ritmo lento del gato que está triste y azul. Pero su abrazo tenía algo distinto. Enseguida lo noté: una presión sutil, pero firme, un gesto inequívocamente afectuoso que no encajaba en absoluto con la imagen de diosa inalcanzable que los chicos teníamos de ella. Algo en su forma de abrazarme parecía decir: «Estoy aquí, si tú quieres».
Ese gesto fue lo que desató el caos dentro de mí. Primero, el desconcierto absoluto: ¿Ana? ¿Interesada en mí? Era una idea que mi cerebro de quinceañero ni siquiera sabía cómo procesar. Justo después, una oleada de vanidad, un halago inmenso que me infló el pecho. Y pisándole los talones a mi ego, llegó el pánico helado. La batalla interna estaba servida.
Mi lado más impulsivo me gritaba: «¡Esto no pasa todos los días! ¡Es Ana, la reina, y te está abriendo la puerta! ¡Vamos, entra!». Pero mi conciencia —más leal, más aguafiestas— tiraba del freno de mano: «Cuidado. Esto es una tentación, sí, pero tú adoras a Amparo. Ni se te ocurra complicar las cosas».
El conflicto fue tan intenso que tuve que detenerme. La cogí suavemente por los hombros, la separé apenas un centímetro y le miré a los ojos. No era una mirada, era una pregunta.
Ella debió ver en mi cara el vértigo, la duda, el temblor. Con su rostro rozando el mío, y sus ojos brillantes por la emoción, me respondió con la sonrisa más dulce que le había visto jamás.
Su sonrisa no pedía permiso. Y aunque mi conciencia gritaba, esa sonrisa me desarmó. El pánico perdió la batalla. La tentación ganó por goleada.
Las palabras salieron de mi boca, temblorosas, casi atropelladas. No estaba previsto. Pero lo sentí tan claro que no pude contenerlo.
—¿Ana, quieres salir conmigo?

El corazón me latía tan fuerte que parecía querer hablar antes que yo. Mi cabeza gritaba espantada: «¿Pero qué haces?»
Ella suspiró, un suspiro largo que pareció detener el tiempo, y su cara se iluminó por completo.
—Pues claro —su voz fue un susurro que me estremeció.
—¿Cómo? —fue lo único que acerté a decir.
—¿Tú y yo? —añadí, con la voz quebrada por la emoción.
Nos abrazamos de nuevo, con fuerza. Bailamos todas las lentas que quedaban —If you leave me now, Sábado por la tarde, El jardín prohibido— y, en cada pausa, yo necesitaba volver a preguntarle, como un niño que no se cree su regalo y necesita que se lo confirmen una y otra vez.
—¿Tú y yo? ¿Salimos juntos?
—Que sí —repetía ella, y cada vez que sonreía, a mí se me derretía el mundo.
Madre mía. No me lo podía creer. ¡Estaba saliendo con Ana!
Lo que no podía comprender en ese momento de euforia y confusión era que nuestras historias no partían del mismo lugar. Para ella, aquel «sí» era la promesa intacta de su primer amor. Para mí, era un paso hacia un territorio desconocido y complejo, con el corazón todavía anclado en otro puerto.
Y esa diferencia, esa brecha invisible que nació entre nosotros en aquel primer baile, lo definiría todo.
Mi relación con Ana se prolongó durante un año. Era la pareja perfecta: preciosa, dulce, cariñosa, con un corazón limpio que lo decía todo. ¡Y yo la quise tanto! Tanto como se puede querer cuando se está aprendiendo a olvidar.
Pero el corazón no siempre sabe estar entero. Amparo seguía en mi cabeza, como una melodía que no se apaga aunque cambies de canción. Ese conflicto interno —silencioso, persistente— hizo que nuestra relación no fuera lo cercana que merecía.
Ana me ofreció su primer amor como quien entrega una promesa intacta. Y yo, sin querer, la recibí con las manos llenas de otra historia.
Siento que no estuve a la altura de su primer amor. Y eso me pesa.
La resaca de un «sí» inesperado
Hay decisiones que, tomadas en la burbuja mágica de una noche en fiestas, se enfrentan a una dura prueba al día siguiente: la prueba del mundo real. Mi flamante relación con Ana, que apenas tenía unas horas de vida, estaba a punto de pasar por su primer interrogatorio.
La tarde siguiente, el escenario era el estudio de Ali, el refugio habitual de los chicos en aquellos tiempos. La conversación fluía por nuestros temas habituales: chicas, ciencia y motos. Lo de siempre. De fondo sonaba Hotel California, como si la guitarra de los Eagles estuviera anunciando algo. Hasta que la mirada de Abe convirtió el estudio en la sala del Tribunal Supremo.
—Jo, macho. ¿Qué pasó ayer con Ana? Estuviste toda la noche pegado a ella. No me jodas que…
Su tono no era de curiosidad, era de reproche. A Abe le gustaba Ana, de eso no tenía duda, y su lealtad hacia su hermana convertía mi situación en un campo de minas.
—No lo sé, Abe. Creo que estoy saliendo con ella —le interrumpí.
Solté aquel «creo» y un silencio denso cayó sobre nosotros. Hasta el tocadiscos parecía mantener la respiración. No era un «creo» de duda sobre el hecho en sí, sino una duda sobre lo que realmente quería mi corazón.
La noche anterior apenas pude dormir pensando en ella. Sus ojos seguían brillando en mi recuerdo, como si aún me estuvieran mirando. Me sentía increíblemente afortunado, pero una punzada de culpa me taladraba el pecho. Sentía que estaba traicionando a Amparo, rompiendo esa promesa no escrita de esperar.
Y sin embargo, algo en mí se rendía. No a la pasión, ni al vértigo, sino a la posibilidad de que Ana fuera algo más que una tentación. La sentía junto a mí, notaba su presencia. Y mientras daba vueltas en la cama, reconocía como esa promesa se deshacía. Esa noche, mientras el mundo dormía, yo empezaba a despertar.
—¿Cómo que crees? No digas chorradas, coño. Pero si estás loco por mi hermana —la voz de Abe subía de volumen.
—Bueno, se lo pedí y me dijo que sí.
Entonces se desató el caos. Un murmullo de incredulidad llenó la habitación. «¿Qué dices?», «¡No me lo puedo creer!». La cara de Toni era un poema y José Ramón, que lo había intentado con ella un par de veces, no disimuló su enfado.
—Sabes que me gusta desde hace tiempo. Deberías haberlo respetado —dijo, dolido.
—Pero si te ha dicho que no dos veces, Jose… —Pensé en añadir «y una con aplausos», pero me contuve. No era momento para bromas.

La presión era asfixiante. Me sentía en un juicio, y todos parecían tener algo que reprocharme. En el fondo, sabía que sus palabras eran una mezcla de enfado y una envidia mal disimulada.
—¡Bueno, vale ya! —dije, levantando la voz—. Estoy saliendo con ella. Y no es solo decisión mía, ella también quiere.
El silencio volvió.
Pero Abe no había terminado.
—¿Y qué vas a hacer con mi hermana?
Mi cerebro se apagó. Dentro solo una mosca zumbaba al ritmo del tocadiscos. Su pregunta quedó flotando en el aire, afilada y amenazante. Y yo no tenía respuesta. ¿Qué iba a hacer con Amparo?
En ese momento, aplastado por el peso de la lealtad y la culpa, empecé a pensar que quizá me había precipitado. Que ese «sí» tenía más consecuencias de las que había imaginado.
La culpa me pesaba. Pero el deseo tiene su propio idioma. Y esa noche, volvió a hablar.
Llegué a la fiesta de la noche hecho un auténtico lío. La conversación de la tarde me había dejado KO, y mi cuerpo parecía moverse por inercia. Pero me bastó verla para que todo se reordenara. El deseo no necesitaba argumentos. Solo presencia.
Una parte de mí, la más cobarde y sensata, me susurraba que lo más fácil sería buscar a Ana, decirle que lo dejáramos, que todo había sido un error precipitado.
Pero era imposible. Aunque hasta hacía dos días apenas me había fijado en ella, tenerla en mis brazos había cambiado las reglas del juego. Ana me gustaba, y no como un sueño inalcanzable, sino de una forma real, cercana y arrolladora.
Mientras sonaban Born to be alive, I love to love, Staying alive, nuestras miradas se cruzaban y nos regalábamos sonrisas tímidas. Entonces, empezaron a sonar las lentas.
Ella estaba sentada con sus amigas. Me acerqué y me devolvió la misma sonrisa dulce de la noche anterior. Y en ese instante, el juicio de la tarde se desvaneció. Nos fundimos en un abrazo y empezamos a movernos despacio. El mundo exterior dejó de existir. Solo el gato seguía con nosotros.
No fue una decisión consciente ni meditada. Fue algo mucho más visceral, más profundo: una rendición absoluta. Ante el tribunal de mis amigos, lleno de dudas y lealtades, no tenía argumentos. Pero allí, en sus brazos, la única verdad era la de mis sentimientos, y esa verdad era abrumadora.
Todo en ella era una revelación de feminidad y dulzura que me desarmaba. Sentí el contorno de su cuerpo pegado al mío, un calor que atravesaba la ropa y disolvía todas mis defensas. Era el roce de su pelo en mi mejilla, el perfume suave de su piel, la forma en que se movía al unísono conmigo, con una confianza serena que me dejaba sin aliento. Cuando la miré, sus ojos me buscaron en la penumbra y brillaban con una alegría entregada, como si llevaran mucho tiempo esperando ese momento.

En ese instante, la «diosa» inalcanzable de la que hablaban mis amigos, dejó de ser una idea para convertirse en la chica real, increíblemente cercana, que suspiraba en mis brazos.
Me rendí sin condiciones. Ya no había batalla que ganar ni nada que pensar. Solo sentir.
En ese baile decidí que sí, que quería desesperadamente estar con ella, seguir conociendo a esa chica que había tocado mi alma. Por ahora, ese refugio era el único lugar en el que quería estar. Ya habría tiempo para el mundo real. O eso creía yo.

Aunque Ana empezaba a ocupar mi presente, la historia con Amparo seguía sin cerrarse del todo. Y esa sombra, por más que intentara ignorarla, no dejaba de proyectarse.
Ana
Detrás de cada imagen que nos creamos de una persona, hay un universo esperando a ser descubierto. Para mí, Ana había sido «la reina silenciosa», un ideal inalcanzable. Pero cuando empezamos a salir, conforme pasaban los días, el ideal dio paso a una persona inmensa que nada tenía que envidiarle.
Tenía una dulzura tranquila, una forma de estar que no pedía permiso pero tampoco imponía nada. Me gustaba su manera de mirarme, su forma de reír, su comodidad en el silencio.
Descubrí que, más allá de su belleza y dulzura, Ana era, sobre todo, bondadosa. Tenía un corazón limpio, sin dobleces. En todo el tiempo que estuvimos juntos, jamás le vi perder la calma. Ni una mala palabra, ni un mal gesto. Su alegría era sencilla y contagiosa, y la encontraba en las cosas más inesperadas.
Había terminado la EGB y, mientras todas sus amigas empezaban la formación profesional, ella buscaba trabajo con una madurez impropia de su edad. Recuerdo como si fuera ayer el día que vino a buscarme, radiante.
—Vicen, ¡he pasado la prueba de Mercadona! —me dijo, con los ojos brillantes—. Ahora solo tengo que hacer un cursillo y empezaré a trabajar.
Su entusiasmo era absoluto. En los días siguientes, me contaba con una ilusión desbordante los detalles de la caja, la emoción de que las cuentas cuadraran al céntimo. Era la felicidad en su estado más puro.

Y a veces, hoy, casi cincuenta años después, cuando voy a comprar y me la cruzo en algún pasillo, nos saludamos. Ella mantiene intacta aquella preciosa sonrisa, y yo no puedo evitar ver por un instante a la chica de catorce años que soñaba con dominar los secretos de una caja registradora.
Cuando empezó a trabajar, quise celebrar su logro. Hablé con mi padre, que era joyero, y me consiguió dos anillos de plata a juego: uno con una piedra rosa para ella, y otro con una piedra ámbar para mí.
Cuando se lo di, la emoción la desbordó. No se lo esperaba. Pero entendí, por su mirada, que para ella no era solo un regalo por su trabajo. Era un sello. La confirmación de que lo nuestro iba en serio.

Y lo iba. Con cada gesto, con cada sonrisa, con esa bondad tan sencilla, ocurrió lo inevitable: me descubrí queriéndola sin haberlo planeado. Sin darme cuenta, me enamoré de ella con una intensidad que crecía día a día.
Había temporadas en las que la luz de Ana era tan poderosa y brillante que lo eclipsaba todo. En esos momentos, me sentía completamente suyo y era feliz, sin fisuras. Pero, con más o menos intensidad, la sombra de Amparo siempre encontraba la forma de volver.
Ocurría en los momentos más inesperados. Estábamos juntos, hablando de nuestras cosas, y yo la miraba a los ojos. Un pensamiento nítido y sincero me atravesaba: «Dios mío. Es tan preciosa. Entiendo perfectamente por qué todos la ven como un sueño». Pero entonces, casi como un acto reflejo, mi vista se desenfocaba y saltaba por encima de su hombro. Y a dos metros de distancia, como un fantasma en mi periferia, la veía a ella. Veía a Amparo, hablando con sus amigas. Y un suspiro se me escapaba sin poder evitarlo.
Nunca hablamos de ello, pero sé que Ana, de alguna manera, era consciente de que en mi corazón no estaba sola. ¿Cómo no iba a saberlo? Lo notaba en mi forma de quererla, a veces tan presente y cariñoso, otras tan extrañamente ausente. Imagino que, en más de una ocasión, debió de cazar al vuelo una de esas miradas perdidas, uno de esos suspiros que no le pertenecían.
Pero nunca dijo nada. Y quizá ese silencio fue su forma más generosa de quererme.

Mi relación con Amparo no había terminado, había quedado en pausa con la promesa de esperarla y, aunque las circunstancias habían cambiado, una parte de mí, tozuda y leal, seguía esperándola.
El problema no era el amor que sentía por Ana, que era real y crecía cada día. El problema era que ese amor intentaba echar raíces en un corazón que se negaba a dejar de ser un lugar de espera.
Y quizá ahí estuvo el origen de todo. Esa promesa fue una herida abierta que condicionó todo lo que vino después. Pienso que si Amparo y yo hubiéramos roto definitivamente, si esa promesa de esperarla nunca hubiera existido, mi relación con Ana habría sido muy distinta.
Hombre o niño
Hay historias que no se cierran, sino que se disuelven en lo que te dejan. Son historias que no terminan del todo, porque siguen transformándote incluso después de haber concluido. La mía con Ana terminó a principios del verano siguiente, casi un año después de empezar.
Una tarde, llegó con una sonrisa tranquila, esa que yo tanto adoraba, y me dijo:
—¿Qué tal si lo dejamos?
No hubo drama ni reproches. La miré, sonreí, y asentí. Despacio. Como quien se despide de una reina con una pequeña reverencia.
—Vale.
Y ya está. Así de simple. Así de complejo.

En mi cabeza, mi relación con Ana había sido un laberinto emocional, y sin embargo, quererla había sido increíblemente fácil.
Sin que ninguno de los dos lo pretendiera, Ana había demolido por completo mi percepción del amor. Antes de ella, yo era un chico romántico, de los que creen en la magia. Para mí, las chicas eran seres mágicos capaces de ponerte la piel de gallina.
Mi relación con Amparo había sido eso: magia pura, la necesidad de estar juntos a todas horas, la sensación de flotar en las nubes. Con Ana fue distinto. Había momentos de cielo, sí, pero también estaba la sombra, que a veces me empujaba a querer huir.
Esa complejidad, la de quererla con toda mi alma mientras una parte de mí seguía anclada en el pasado, fue lo que hizo añicos el cristal de la magia. De repente, las chicas dejaron de ser seres etéreos. Eran personas. Personas con luces y sombras, con las que se podían construir relaciones llenas de matices, a veces dolorosas, a veces maravillosas.
Ana me regaló, sin saberlo, el inicio de mi madurez emocional. Nadie nunca me hizo crecer tanto.
Unas semanas después, el destino me puso la prueba definitiva de ese cambio. En una fiesta, saqué a bailar a Amparo.
—Madre mía, Vicen. Creí que no me ibas a sacar nunca —me dijo, con los ojos brillantes.
—¿Estabas esperando a que te sacara?
Un «sí» casi inaudible fue su respuesta. Nos fundimos en un abrazo y volvimos a salir.
Pero no funcionó. Apenas duramos tres semanas. Ella no reconoció en mí al chico romántico que esperaba, y yo ya no buscaba la magia de nuestra relación anterior.
En ese momento, sin necesidad de palabras ni explicaciones, comprendí que la promesa de esperarla —aquella que había sostenido durante un año— ya no tenía sentido.
Ahí estaba la gran paradoja. Durante un año, esa promesa había condicionado mi presente con Ana. Y ahora, descubría que mi pasado con Ana me hacía imposible cumplirla. La persona que volvió a buscarla, ya no era la misma que la había estado esperando.
La absurda y perfecta ironía de la vida me estaba mirando con esa sonrisa amarga que solo aparece cuando ya es demasiado tarde. Ana ya no estaba. Y ahora, ya no había vuelta atrás. Solo estaba el gato, triste y azul.

Un par de meses después de nuestra ruptura, Toni se decidió por fin y le pidió a Ana que saliera con él. Ella aceptó. Y yo, sinceramente, me alegré un montón. Toni era un buen amigo y estaba loco por ella.
Pensé, con una honestidad agridulce, que él podría darle todo lo que ella se merecía y que yo no había sido capaz de ofrecerle. Los veía juntos, felices, y sentía que el mundo estaba en orden. Aunque reconozco que, a veces, una pequeña y egoísta punzada de envidia me pellizcaba el corazón.
Toni le compuso una canción preciosa que se convirtió en el himno no oficial de nuestro grupo. El título era absolutamente perfecto, y reflejaba maravillosamente el alma de toda esta historia: «Hombre o niño».
Ana me había encontrado siendo un chico que buscaba magia, y me había dejado en el umbral del adulto que empieza a entender la realidad.
A finales de aquel mismo verano, conocí a Tere, la que iba a ser la mujer de mi vida. Tere nunca conoció a aquel Vicen romántico que salió con Amparo. Y creo, sinceramente, que eso fue gracias al difícil y maravilloso regalo que, sin saberlo, me hizo Ana.
Durante años pensé que fue un error, que nunca debí haber salido con ella, que debía pedirle perdón por aquella relación. Pero, con el tiempo comprendí que, quizá, esa relación fue la más importante de mi adolescencia, y le estoy profundamente agradecido por ello.
Hoy, al mirar atrás, no siento culpa. Siento gratitud.
Por su dulzura, por su silencio, por su forma de querer sin exigir.
Hay reinas que se saben reinas, y otras que lo son sin saberlo.
Las primeras ejercen su poder con intención, conscientes del efecto que provocan.
Las segundas, silenciosas, iluminan.
Ana nunca buscó admiración, ni supo del todo cuánto deslumbraba. Pero su forma de estar —amable, serena, genuina— iluminó una etapa trascendente de mi vida.
Y esa luz, dulce y sencilla, es la que hoy permanece en mi memoria.
La de Ana.
La de la reina silenciosa.
