Canuto, bala y peroné

Hay genialidades que no se encuentran en los tratados de filosofía, sino en las viñetas de un tebeo. Francisco Ibáñez, el maestro, nos regaló una de ellas en un examen de ingreso a la T.I.A. A la pregunta «Especifique las partes de una pistola», un joven Mortadelo respondía con una seguridad pasmosa: «Canuto, bala y peroné». Y en esa respuesta absurda, en ese disparate sublime, se esconde una filosofía de vida que todos, en algún momento, hemos profesado en secreto: «Si no lo sabes, te lo inventas. A lo mejor cuela».

Esa liturgia del disimulo, ese arte de caminar sobre el alambre de la ignorancia con la esperanza de no mirar abajo, se manifiesta en los lugares más insospechados. Y el mundo de la informática, con su aura de conocimiento arcano y sus componentes misteriosos, es un campo de cultivo perfecto para los mortadelos.

Me viene a la memoria una escena de hace muchos, muchísimos años. Yo era un informático imberbe, con más ganas que conocimientos, y cargaba con una maleta que pesaba más por las ínfulas que por las herramientas. Me llamó un cliente, un tipo amable con un Mac que, según sus palabras, «se quedaba frito por las mañanas al arrancar».

Allí me planté yo, viendo en aquel ordenador gris una oportunidad de oro para parecer el genio que, desde luego, no era.

—Desde hace unos días, por las mañanas, el Mac se cuelga al arrancar —me dijo, con la fe de quien acude al oráculo.

—Umm. Déjame que le eche un vistazo —contesté, impostando una solemnidad que no sentía.

Abrí la máquina. Dentro, un universo de cables, chips y misterios me devolvía la mirada. No tenía ni la más remota idea de qué podía ser. Pero recordé la máxima de Mortadelo. Pasé unos minutos mirando el interior, como un cirujano estudiando una radiografía imposible, hasta que señalé un chip con la punta de un destornillador.

—Esto es, sin duda, el chip que controla el bus de datos del disco duro —sentencié. El eco de mi propia voz me sonó convincente.

Rebusqué en mi maleta y saqué una cajita. Dentro, como un tesoro, había varias piezas idénticas. Con un pulso sorprendentemente firme, cambié uno de los chips.

—Listo —dije, cerrando el ordenador—. Este no volverá a dar la lata.

Encendí el Mac. El sonido de arranque sonó como música celestial. El sistema operativo cargó a la perfección.

El cliente me miró con los ojos abiertos como platos.
—¡Coño! ¡Qué portento! Sólo con dar un vistazo has localizado la avería. Con la de cosas que hay ahí adentro.
—Bueno, la experiencia… —respondí, con una modestia fingida—. Son 10.000.

Lo que no le conté, claro, es que un par de semanas antes había llegado a la oficina una nota interna de Apple. Advertía de una partida de discos duros con un chip defectuoso que, caprichosamente, fallaba en el arranque en frío. Aquella cajita era el remedio oficial. Creo, honestamente, que aquel fue el primer y último chip que cambié en mi vida.

Hoy, cuando lo pienso, no puedo evitar sonreír con cierta vergüenza. Sí, aquel informático era yo. Aquella pequeña victoria se sentía a la vez como un triunfo y una estafa. Fue una lección temprana sobre el síndrome del impostor, sobre esa delgada línea que separa la confianza de la fachada.

Al final, todos hemos tenido nuestros momentos de «canuto, bala y peroné». Instantes en los que, armados solo con nuestra intuición y una buena dosis de teatro, hemos salido adelante. Y quizá no esté tan mal. Quizá sea solo una prueba de que, a veces, para empezar a saber, primero hay que atreverse a parecer que se sabe.

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1 respuesta

  1. Merche dice:

    A veces en la vida hay que poner cara de pocker y «tirar pa lante» y si encima has resuelto el asunto no hay vergüenza, sino gloria.

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